martes, 25 de marzo de 2008

Caída en cadena

Ella prefería esperar. O más bien no es que lo prefiriese, simplemente no sabía qué hacer, y ante la duda optó por sentarse en una esquina de la cama y dejar un suspiro en el aire, como si soltara lastre y eso la depositase en un lugar más allá de la cama, entre el techo y el suelo, un rincón cualquiera donde dejarse flotar sin más intención que la misma levitación. Desde luego no es que siempre hubiera sido así. Sabía actuar siempre que era necesario, sacarse las castañas del fuego, cogerlas con las manos descubiertas, quemarse hasta donde hiciese falta, no importando las consecuencias siempre y cuando el objetivo se cumpliera. Pero esta vez era algo distinto. Ella ya había hecho todo lo necesario. Colocó las fichas de dominó en la posición concreta donde otro debía golpear para que todas cayeran una tras otra hasta golpear la puerta. Sería totalmente innecesario levantarse en ese momento y ejercer de paloma mensajera, demoler la construcción de acontecimientos calculados con cierta precisión. Esa era la tarea de otros. Se levantó y abrió el botiquín.

Él encontró la nota encima del felpudo al salir de casa, tapando las tres primeras letras del welcome impreso en las fibras, puede que a propósito. come. Un anónimo escrito a ordenador. Antes de empezar a leer pensó que eso significaba que conocía a la persona que lo había escrito, que si no lo habría hecho a mano, y es más, que la conocía lo suficientemente bien como para poder reconocer la letra, un paso del conocimiento personal que implica un cierto acercamiento que podía ir desde unos apuntes, una carta, un post-it en la nevera o vete a saber qué. Se quedó de pie, ahí, en medio del dintel, como si la nota le hubiera atascado, leyendo, desfilando sus ojos línea a línea, de izquierda a derecha, condenado a repetir el mismo movimiento una y otra vez para poder avanzar y al final acabar, salir corriendo calle abajo.

Diez notas de suicidio idénticas abandonadas en diez felpudos distintos. Todas igual de impersonales. Todas igual de definitivas. Esperar quién iba a llegar, si acaso alguien iba a llegar, era lo único que importaba. Quién de los destinatarios sería capaz de reconocer en un grito anónimo su voz. Quién arrugaría el papel con desdén pensando que sólo era una broma. Ella se ríe. O llora. Las manos sobre el rostro sólo dejan apreciar el movimiento convulso del tronco. En cierto modo podría decirse que es una broma. Una broma llamada barbitúricos.

Para cuando él llega ya hay otro tipo golpeando la puerta. Un amigo. Está dando voces. El móvil de ella está apagado, tal como advertía en la nota. Tiene que ser ella, no le cabe la menor duda. Está cansado por la carrera que se ha pegado, pero entre la respiración entrecortada logra preguntar si ha pasado algo. Se acaba enterando de que el otro recibió la misma nota. Alguien abre la puerta. Qué pasa, estaba durmiendo, dice la chica que abre la puerta adormilada. Ellos se miran asustados. Las fichas estaban ahí, cayendo en cadena una detrás de otra, tropezando en perfecto orden, qué les había hecho equivocarse, llegar a la casa que no era, fracasar. Qué pasa, insiste la chica desde la puerta. Y aunque ambos saben la respuesta, ninguno se atreve a pronunciarla en voz alta.

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