jueves, 19 de febrero de 2009

El hijo pródigo

Ahora que lo pienso, cuando vuelvo a casa de mis viejos es como si volviera al centro de desintoxicación. Les veo ahí sentados, con aire trascendente y pesado, y entonces te cuentan sus errores y te aconsejan que tú no los cometas mientras ellos no paran de tropezarse con la misma historia, es exactamente igual que volver a escuchar a Luis, aquel bendito politoxicómano, diciéndome que no me pique en la puta vida y acto seguido el tipo se levantaba, iba adonde Maite, la enfermera, y se ponía a suplicar por una dosis, sólo una dosis más, de metadona. Pues como decía, ellos están ahí, con esa forma de mirarte que dan ganas de decirles qué sé yo, están totalmente destruidos por la vida y te miran como desde el otro lado de la carretera, cuando ellos ya han cruzado y se giran para ver si cruzas de una puta vez, o te miran como ciervos atropellados, un enorme par de ciervos atropellados en mitad de la carretera, en cualquier caso recriminándote por no haber cruzado, así te miran, y yo creo que esperan una maldita excusa, una frase que les sirva para agarrarse, algo como "he sido un idiota" o "os he echado de menos" pero yo no pude decir nada de eso, miré a mi maleta, mi pequeña maleta aún sin desempacar, y me me decidí a dar la vuelta, rumbo a la puerta de entrada, supuse que entonces los ciervos se pusieron de pie, asustados, papá y mamá de pie, mudos, y dije de espaldas: "os escribiré una carta". Sin darles tiempo a responder, cerré la puerta.
Volví al centro de desintoxicación. Mentí, dije que había vuelto a caer en lo de siempre, Maite me acompaña a mi habitación. Paredes blancas y un crucifijo colgando de la pared. Respiro hondo. Luis se asoma a la puerta del cuarto, dice: esta vida es una mierda, compadre. Y yo me siento como en casa.

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