sábado, 27 de junio de 2009

La espera (4)

Permítanme presentarme. Soy Otelo de la Cruz. Un personaje más de esta ficción. Fui creado de manera improvisada por Alberto Berjón el día 27 de junio de 2009. Parece ser que a Alberto se le había ido la mano con una historia sobre el intrascendente beso de dos personajes suyos, Tel y Gabriel. Dos personajes sin planificar, hechos sobre la marcha, como yo. Dos personajes difíciles de encuadrar en una historia realmente atractiva. Eso es lo que me dijo Alberto. Que si se le había ido la mano, que aquello no podía seguir siendo improvisado. Que si el jazz barato, que un clavo saca a otro clavo. Y ese clavo era yo. Me dio una coartada, una relación pasada con Tel, una obsesión, un rol oscuro. Yo era la solución. El plan es perfecto, me dijo, justo después del beso apareces de la esquina con una navaja. Una navaja que te regaló Tel cuando salíais juntos. Con ella matarás a la mujer que amaste después de estar todo el día bebiendo. ¿Qué te parece? Sí, ese psicópata cabrón tuvo la delicadeza de preguntarme que qué me parecía todo aquello. Me tocaba ser el malo de la historia, acabar con la vida de una chica inocente, tan inocente como yo, y el hijo de puta me pregunta con aquella estúpida sonrisa de "hola, soy un genio" que qué me parece. No te preocupes, añadió, si actúas según lo planeado todo te irá bien. Ni la policía, ni siquiera Gabriel te harán nada. Saldrás indemne y victorioso. Lo tengo todo planeado. Eso me dijo: indemne y victorioso. Me dio todas las instrucciones, dónde tirar el arma homicida, por dónde huir, me dio una botella de whisky e incluso me compró un billete de avión a Argentina. Yo estaba preocupado a pesar de toda aquella planificación, a pesar del engranaje perfecto que me había construido. ¿Qué va a ser de Gabriel?, le pregunté. Él me dijo que no me preocupara por Gabriel, que acabaría siendo un personaje mucho más interesante. Bueno, si se refería a que iba a acabar loco de remate tenía razón. Puto psicópata. El caso es que al final no vi más solución que aceptar todo aquello, entrar en el juego. Así pues, horas antes de aquel beso que jamás tuvo que ser escrito, estaba yo a solas en mi casa bebiendo aquel whisky barato que Alberto me regaló. La verdad es que la casa que me inventó daba un poco de asco. Estaba todo desordenado y sucio, una radio que sonaba fatal tocaba canciones tristes, papeles de periódico cubrían absolutamente todo el suelo y, de vez en cuando, alguna rata emprendía un viaje relámpago entre los montones de basura. Daban ganas de beber hasta morir, de eso no cabe ninguna duda, por lo que al final acabé borracho como una cuba. Pero algo cambió en aquella tragicomedia, algo dejó de tener sentido para mí. Cogí el teléfono, rezando para que Alberto no me hubiera cortado la línea, y marqué el número de Tel. Me lo sabía de memoria: Alberto me había otorgado hasta el más mínimo detalle. Tel contestó. Soy yo, Tel, le dije. ¿Tú? Hace tiempo que no quiero saber nada de ti, Otelo, ya lo sabes, me dijo. Lo sé, pero esto es algo muy importante. He quedado, ya me lo dirás más tarde. Precisamente, le respondí, es por eso: sé que has quedado con Gabriel y sé que corres un grave peligro. Llegado este punto parece que entró en razón, no de muy buena gana, todo hay que decirlo, pero por suerte logré convencerla y quedé con ella en una cafetería apartada del lugar del beso. Yo apestaba a una mezcla entre whisky y sudor. Ella olía a perfume del bueno. Como en los viejos tiempos, pensé (aunque esto era absurdo, sabía que eso nunca había pasado, aunque yo lo recordase por obra y gracia de Alberto). Le conté todo, absolutamente todo. Le devolví la navaja, le regalé mi billete de avión. Le recomendé que huyera del país, que Alberto era capaz de hacer cualquier cosa con tal de destrozarles la vida a ellos dos. Si me había creado a mí, ¿de qué no sería capaz? Ella lloró como una Magdalena. Me dio las gracias. Dijo que huiría después de encontrarse con Gabriel, que quería verlo al menos una última vez. Me dio un beso en la mejilla, a pesar de mi olor. Y se fue. En ese momento yo era el hombre más feliz del mundo. Estaba seguro: lo había logrado, había burlado a Alberto y su plan de asesinato. Reí a carcajadas. Este Otelo celoso y borracho había cambiado el rumbo de los acontecimientos. Eso creía. Pero me equivocaba.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Qué maligno! Juegas a ser un dios bíblico con tus personajes, de esos que no respetan el libre albedrío.
sigo leyendo aunque no tenga nada interesante que comentar.