sábado, 30 de enero de 2010

Los límites de mi mundo

Alguien mira hacia abajo y tiene vértigo. Ese alguien ha aparecido (sí, así, por casualidad) en la cima de una montaña de palabras. Hunde la mano en la maraña de letras y agarra una palabra al azar, que desenreda de una locución preposicional, tira de ella y la arranca. La observa con atención, y la lee en voz alta: "problemas". Como le parece excesivo tanto plural, decide comerse la ese. La vuelve a leer: "problema". No le acaba de convencer, así que la golpea contra el suelo de palabras sobre el que está hasta que se parte y lee: "lema". Pronto se aburre de ella, ya que sospecha que esas cuatro letras no van a dar mucho más de sí, así que la deja caer en un punto indeterminado del diccionario caótico que late bajo sus pies. Observa y ve cómo las letras se rompen al chocar y se separan, se mezclan con el magma léxico hasta que es imposible seguirles la pista. Uno puede imaginarse el fluir de pensamientos ahí abajo, la posibilidad infinita, combinados imposibles, tres adjetivos del tirón, sin comas que valgan, enigmático otoñal caliente, surgen de golpe en una erupción inesperada, se elevan unos segundos en el aire, lo suficiente como para que surjan preguntas, de dónde vienen, a dónde van, por qué es así. Ese alguien (¿quizás soy yo mismo?) decide bajar la montaña, se agarra a un verbo (deslizar) y a un sustantivo (trineo), aún a sabiendas de que puede tropezarse con alguna palabra que le haga descarrilar, porque aquí las erupciones son imprevisibles, y baja a toda velocidad hasta que se come unos puntos suspensivos...
y salta de párrafo
y salta otra vez
hasta caer sobre un montón de signos de interrogación que se le clavan y le llenan el cuerpo de dudas. El tipo intenta quitárselas de encima desesperadamente, busca las respuestas hurgando entre el lío de letras pero no encuentra las palabras, sólo ideas inefables y totalmente inapropiadas para las preguntas que tiene atravesadas. Nota la sangre resbalar por la grafía de las interrogaciones, la siente gotear entre los espacios en blanco, ahora rojos, mientras saca puñados de palabras y las escudriña buscando algo, lo que sea, que pueda servirle. Entonces la ve de nuevo, entre todas, la primera palabra que agarró y desechó, la coge con la punta de los dedos y comprueba que se le han pegado dos letras. Lee: "dilema". Ahora sí que ese alguien (creo que puedo ser yo) se ha cabreado, joder, encima recochineo. Puñeteras palabritas. Lanza lejos de sí la dichosa palabra, y se rinde. Se tumba, o, mejor dicho, me tumbo (definitivamente soy yo), herido de muerte, sobre el suelo de frases que discurren a su antojo, sobre las palabras con las que he erigido todo esto, los textos que he escrito, admitiendo el déficit de respuestas, y me admiro de esta inmensa pérdida de tiempo que he creado y que es mi obra, la obra en la que ahora me siento hundirme, como si fuera mi propia tumba.