martes, 4 de mayo de 2010

Clausurado

Fíjate. Sólo hay que mirarle, con esa facha de tísico, y, a pesar de ello, perenne el cigarrillo colgando del labio inferior, el cigarrillo al borde del suicidio, el hombre al borde del cigarrillo, el hombre que tose y se desinfla a cada esputo, cof, la baba que resbala dudosa una vez que el grueso se ha estampado contra la acera, que no sabe si subir y refugiarse de nuevo en la boca o dejarse llevar gravedad abajo, que dibuja un hombre echado sobre sí mismo, patético, un hombre que se yergue para volver a depositar el filtro en la boca y aspirar, rellenarse de humo, y soltarlo tan cerca de ti, pobrecita, que haces gestos ostentosos como si quisieras abofetear la nube gris, que arrugas la nariz con asco o con resignación, o es acaso un asco resignado, como el del juez que levanta un cadáver, porque a fin de cuentas es su trabajo, y este es tu trabajo, pequeña: mirar a ese hombre lamentable, que se suicida a base de respirar tabaco, elaborar un plan para salvar a este suicida penoso pero a la vez admirable, al ver cómo no cede, cómo no deja de apretar el gatillo una y otra vez, no duda un sólo instante, la pistola contra la sien, ignorando o aparentando ignorar lo que de verdad supone, mirándote con ojos de vaca enamorada, y cómo vas a dejar de mirarlo, si en realidad dan ganas de abrazarlo, es tan frágil, es tan tierno su corazón cicatrizado, su pulmón fibroso, es tan bella la decadencia de su Imperio Romano, de sus ruinas entre la bruma. Adviertes que alrededor de su cuerpillo de homúnculo hay una cinta. Si te acercas, si atraviesas la cortina de humo, la verás mejor.

No es una cinta sin más. Es un cordón policial.

Es un hombre clausurado.

Nena, yo que tú tendría cuidado. No vaya a ser que ahí ya no quede nada que salvar.

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