miércoles, 31 de marzo de 2010

Transcripción de un sueño

Cuando todo se fue a la mierda nos encontrábamos en una gasolinera. Ya saben, cuando la nada ocupó la ciudad. Como ustedes seguramente sepan, la naturaleza tiene horror al vacío, por lo que la nada no tenía mucho que ver con la ausencia o con la falta de, tampoco era un agujero sin más, era un agujero siempre relleno, relleno de manera aleatoria, de aquello que había desaparecido. Entonces, dirán ustedes, cómo puedes estar tan seguro de que aquello era la nada y no un simple desorden, una trasposición de calles, una ruleta rusa geográfica y nada más. Pues bien, yo lo vi todo: en aquel momento que decidí salir de la gasolinera (que estaba bastante céntrica y tenía un buen restaurante) hacia la calle donde había aparcado el coche (en el que había dejado algo que me parecía importante por aquel entonces), tenía que llegar casi hasta la rotonda, en la calle Tal y Cual, a unos cinco minutos andando de la gasolinera, pero según empecé a alejarme de ella se me desmoronó la visión, apareció el espacio en blanco, la vacuidad más absoluta y un silencio que me destrozaba los oídos, que me decía (¡el silencio!) que corriera de vuelta a la gasolinera. Me costaba respirar aquel terror, los ojos se me volvieron superfluos, giré y eché a correr como pude (porque no es fácil correr sobre algo que ya no existe), y según me acercaba a la gasolinera todo volvía a reconstruirse, los coches, la gente mirando aterrada por las ventanas del restaurante, los gritos, miré hacia atrás y la calle había vuelto, como un espejismo.
Yo estaba empecinado en volver a mi coche, pues aquello que quería recuperar tenía suma importancia, pero la gente se había encerrado en el restaurante de la gasolinera y se negaba a salir, porque vete a saber qué podía suceder, y además aquí tenemos comida, siempre que no se pierda el camión repartidor, unas veces llegaba uno, otras ninguno, y a veces cinco a la vez. Furioso, cogí a alguien que ya no recuerdo, creo que era un amigo mío, por las solapas de la ropa que llevara puesta en ese momento y le convencí para que me acompañara. Se unió más gente, seríamos unos seis. Salimos de la gasolinera y todo se trastornaba, nosotros también. Pongamos que éramos seis, que tres íbamos delante y otros tres iban siguiéndonos, y que las tres ancianas que nos seguían me gritaban que fuéramos más despacio, que nos veían en el cielo, y yo les gritaba que sólo era un espejismo de la nada, que nosotros las veíamos en el suelo, esperamos hasta que al final nos alcanzaron y advertí, sorprendido, que en realidad me seguían cinco ancianas, o acaso éramos todas ancianas, seis reumáticas viejas, doloridas, en una calle de la que no se veía el final, sin mapa, buscando un coche que ya no era mío, que a saber si seguía en para coger cosas que no saber, y nos romper trozos hasta que otra calle soledad, no os conozco, confusión, confusión, olvido.

domingo, 14 de marzo de 2010

Ellos nunca lo harían

Por aquella época no leía: me tragaba los libros. Eso implicaba aceptar la resaca de la lectura, el sabor a celulosa y a tinta pegado en el paladar, el dolor estomacal que no cedía por mucho bicarbonato que uno se tomase, y con ello apareció el mal carácter que se le pone a uno cuando está enfermo, que es como un odio sordo hacia todo aquello que está sano, impoluto, una nausea contra la salud, mi pequeña revolución de leprosería.

Después empecé a vomitar, sólo pensar en literatura me daba arcadas, y el único efecto que se produjo, a fin de cuentas, era un collage con todas aquellas páginas empapadas en jugo gástrico, una suerte de plagio desordenado de todo aquello previamente ingerido. Vomitaba por todas partes. A veces surgía en la ducha, en forma de cuento que salía a borbotones y resbalaba por mi piel hacia el desagüe, y yo lo recogía, lo abrazaba contra mi pecho, lo secaba y le ponía un título. Seguidamente lo exhibía entre mis amistades y familiares (los cuales lo miraban con una mezcla de asombro y espanto), lo sacaba de paseo, con la correa bien atada entre párrafo y párrafo. Los demás dueños de cuentos nos miraban con desprecio, decían: vaya ejemplar más pretencioso, y se dedicaban a ignorarme, me decían con sorna que lo presentara a concurso. Pero yo me negaba, les explicaba, quizás por excusa para no parecer un miedica, que nunca he creído en la belleza facticia de los concursos de cuentos, en el peinado meticuloso del cuento, en echarle el perfume adecuado, en hacer que sortee los obstáculos con elegancia. Yo no modificaba mis cuentos, según salían, así los dejaba: monstruosos, deformes, abigarrados. En verdad, ¿quién era yo para modificar lo que salía de mis intestinos? Así que, en parte porque era consciente de las taras de mi producción biliar, me limitaba a recogerlos y a amontonarlos, de manera un tanto anárquica, y les quitaba el polvo y les daba de comer. De esa manera logré juntar suficientes como para hacer un volumen, un museo de los horrores lo suficientemente grande como para encuadernarlo y abandonarlo en cualquier estantería ajena. Cogí el coche y, en el baño de una gasolinera de las afueras, los dejé a la buena de Dios.

Ese fue el primero de una lista de abandonos que se hace cada vez más grande. Pero ahora sé que los cuentos abandonados aullan por la noche, o acaso sueño yo que aullan, y el caso es que me despierto y acabo mirando por la ventana preocupado, ojeroso. De esta guisa pienso en recuperarlos y pedirles disculpas personalmente. Pienso en las decenas, cientos de obras cabreadas que he ido abandonando con el paso del tiempo en los rincones más recónditos y tenebrosos: novelas inacabadas enterradas en medio de la pila de originales de un editor demasiado ocupado, impresos y fotocopias de hojas sueltas, de poemas, ensayos sobre la metafísica occidental, cartas de amor en el cajón de alguna chica desafortunada, cartas al director en el contenedor de reciclaje, frases ingeniosas dentro de aviones de papel que reposan en el suelo de una cafetería, aviones que alguien recoge y que, por curiosidad, o no se sabe bien por qué, ese alguien deshace en sus pliegues básicos, estira y después lee, lee aterrorizado, justo antes de gritar.

martes, 9 de marzo de 2010

Sobre el método inductivo

Al principio yo sólo sabía que el mundo era líquido. Un flotar en la oscuridad y agua, agua salada o dulce, agua como un mar, agua en los pulmones, empapando cada milímetro, ahogando y siendo la única posibilidad, el non plus ultra rígido de estas paredes y este cubículo, mi zulo, el mundo, y no era la falta de luz o la falta de aire, porque no eran opciones a tener en cuenta, era la presencia de fluidos acuosos, vastísimos, allá donde fuera, imposible separarse uno de ellos, era la presencia de oscuridad, la ignorancia de la luz. Luego todo se precipitó y se me presentó el mundo violento, el mundo de la interacción, del aire invadiendo y extirpando todo líquido de mis pulmones, reduciéndolo a la mínima expresión, acorralándolo, y la luz, la puta luz, prendiendo las retinas como pólvora, y el mundo fue paredes blancas, espacios más grandes, barrotes de cuna, caras que se abalanzan sobre ti, dedos que te roban la nariz, el mundo es miedo y ahora no reconozco la oscuridad, sólo es un borrón negro que no es amigo, ahora el agua ha pasado a ser algo meramente restringido a los biberones, los vasos, recipientes que la contienen y retienen, la bañera me pone melancólico y juego a ahogarme y salpico a Eva y a Adán, salpico a toda la creación divina y a los azulejos del baño como un animal liberado, y el mundo parece agrandarse, se expande a la luz del sol y al son del cochecito que rueda sobre las aceras y yo ya no comprendo nada. Después corro por el parque, me lleno las manos de arena, me lleno la boca de arena y toso arena y echo de menos el agua del amnios, mientras me aprendo que el mundo también es egoísmo e insultos, yo voy primero, tonto, raspones en las rodillas, esclavitud de pupitre, horarios, deberes, vacaciones aburridas y fiestas de cumpleaños con coca-cola sin cafeína. Aprendo lo que es estar enfermo, tener dolor, tener fiebre, me aprendo que soy vulnerable, que todo el mundo es vulnerable, aprendo que un abuelo puede morir, aprendo la muerte, aprendo el miedo a morir. Aprendo pero sigo sin entender. Así que me limito a expandir las fronteras del mundo, calles, ciudad, provincia, país, continente, agua salada alrededor, universo. Eso lo saco de un libro, porque nunca he visto el universo. La verdad me da igual: ahora sé que puedo opinar de lo que sea sin haberlo visto. Hablo de Jesucristo mientras me salen granos y sufro la adolescencia. Hablo de penes y de tetas. El mundo me abre nuevas posibilidades exploratorias en mi propio cuerpo, me abre los diques, los poros y los folículos. Y yo me mantengo en mi esclavitud de horarios y deberes, rutina, pero sabiendo que en cualquier momento puede estallar: he visto a compañeros de clase hundirse en el lodo de la desidia. Al tiempo descubro las barras de bar, el mundo ahora también existe de noche, sobre todo de noche, los vómitos inducidos, la sensación de inestabilidad, el mundo puede pasar a ser un lugar tembloroso con sólo ingerir una copa de más, las posibilidades de realidades alternativas se expanden, libros, cine, alcohol: la visión se convierte en algo primordial, las gafas se hacen perennes sobre la nariz, los errores toman constancia en el tiempo: el mundo se convierte en una mierda en todas sus versiones, la vida no vale la pena, que os den por culo a todos, me odio a mí mismo. Entonces el mundo era una enorme resaca, de la cual desperté ya licenciado, buscando trabajo, prostituyéndome por sobrevivir, el mundo es dinero, hipotecas, crisis económica, crisis sentimental, ciclos, el mundo es un cuadro abstracto, una gráfica del IBEX 35, el mundo es Darwin diciéndome que acabe con todos, que tengo que ser el ejemplar superior, que tengo que procrear, casarme, divorciarme, casarme con otra, dejar progenie, amamantarlos con dinero, enseñarles lo que en realidad es el mundo, recordar que me muero, ver cómo los demás se mueren, acortar el tamaño de las calles, dejar los desplazamientos largos para los más jóvenes, yo con ir a la panadería me basta, me duelen las articulaciones, un bastón, otro, una silla de ruedas, el mundo se reduce, se acorta a una cama, unas sábanas, paredes blancas, barrotes de cuna, pañales, una gráfica de electrocardiograma, y vuelve la oscuridad, es un cubículo, un zulo hecho de madera, y tierra sobre ella, mucha tierra sobre ella.