sábado, 30 de abril de 2011

El día del punto final

En el principio fue una cita sin pretensiones. Dioses de pacotilla, creamos una relación sentimental igual que un niño pequeño come pinturas de cera, sin valorar las consecuencias. Escribimos nuestra Biblia como si relatara los sucesos más importantes de la historia universal, y la llenamos de besos en estaciones de tren, de cuerpos desnudos hundidos entre las sábanas, de conciertos y salas de cine, de estanterías con libros, de bibliotecas, de salsa de kebap que ha resbalado entre los dedos. Como toda Biblia, no nos faltaron los profetas que pronosticaron nuestro propio apocalipsis a pequeña escala. Hay quien atribuye estas profecías a un uso de sustancias psicotrópicas, mientras que otros expertos hablan de enfermedades psiquiátricas o neurológicas. En cualquier caso, la experiencia nos dice que todo tiene un final: pulsar el botón de pause sólo hace que la película acabe más tarde. Así que no nos hace falta que un profeta desquiciado nos diga que el día del punto final acabará por llegar. Lo que hace falta es que nos diga cuándo va a ser. Tenemos una agenda muy apretada. ¡Queremos las fechas! No vaya a ser que el mundo se acabe antes que nuestra relación.

El miedo al punto final. Tu cara después del naufragio cubierta por una fina capa de salitre mezclado con rímel. Los pañuelos de papel tapan las heridas transparentes. Las pecas respiran tras la limpieza sistemática del entorno de los párpados. Las epidermis vuelven a contactar en todo su esplendor, reivindicando el presente sobre el futuro. Y yo, que he soñado con todos los finales posibles, yo, que en mi imaginación soy un dios del drama apocalíptico, yo, que lloro por ti como un nazareno llora por la procesión cancelada, yo, que tengo tanto miedo al mañana, yo, te susurro:
–Cariño, que le den por culo al futuro.

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