jueves, 5 de mayo de 2011

Destinatario

La habitación estaba insonorizada y sellada herméticamente. Una olla a presión sin válvula, el compartimento estanco de un mundo en proceso de aislamiento. En su interior, un hombre desnudo da vueltas erráticas. No dice nada, sabe por experiencia que ahí dentro el eco es lo suficientemente doloroso y duradero como para guardar silencio hasta que el silencio sea más insoportable que el estruendo. A veces deja de respirar y es capaz de escuchar el fluir de la sangre en el interior del cráneo. Si pudiéramos entrar y preguntarle sobre su vida, nos respondería que no sabe cómo ha llegado allí, ni qué es ese sitio, ni por qué cojones está allí metido. Un gran techo transparente es lo único que le conecta a algo que podríamos llamar exterior. Gracias a ello sabe reconocer el día y la noche, aunque no sabemos si acaso él conoce estos nombres, y por eso puede que al día y a la noche los denomine con nombres que nadie ha pronunciado, ni siquiera él, dada su reticencia al verbo oral, y por tanto es posible que use, por un lado, como palabra para designar al día algo que suena como el zumbido de una bombilla y, para la noche, la ausencia de dicho zumbido. Luz y ausencia de luz, entendidos como algo más gutural y primitivo, entendidos también como opuestos: presencia y ausencia, ya que si siempre fuera de día es dudoso que nadie se tomara la molestia de identificar, ponerle un nombre, a algo que no cambia.

Al despertar, un día más entre tantos días idénticos, en aquella celda de aislamiento, algo había cambiado. Algo necesitaba un nombre. El único nombre que pronunció fue un grito de terror. Había aparecido en aquella celda algo, un objeto desconocido. Cuando el eco hubo dejado de atormentar al hombre, acurrucado en un rincón, con las manos tapando sus oídos, éste se atrevió a acercarse a aquello que nunca antes había estado allí. Lo agarró y vio como aquello se arrugaba entre su dedos, cambiaba de forma, era moldeable a su voluntad. Eso le hizo feliz por un instante. Era una carta. Pero al rato, debido a que él no sabía leer puesto que nunca había tenido nada escrito, fue ignorada, abandonada, rota y arrugada, en el suelo.

Al día siguiente volvió a aparecer otra carta. No hubo gritos esta vez. Tampoco hubo tanta expectación ni lujuria con el papel nuevo: se limitó a pasar sus dedos por encima y observar las letras escritas con curiosidad. El ceño fruncido y la boca apretada, expresando con su cara una pregunta humana y trascendental: ¿pero qué coño es esto?

Las cartas siguieron apareciendo, misteriosamente, puntualmente, cada mañana. Lo escrito era indescifrable para aquel hombre. Eso nos lleva a preguntarnos, entonces, ¿cuál es el contenido de todas esas extrañas cartas? ¿Por qué no nos lo dice el narrador omnisciente? ¿Por qué el narrador omnisciente acaba de hablar de sí mismo en tercera persona?

Estas preguntas seguramente ni siquiera se formaron como tal en la mente de nuestro protagonista. Porque cómo va a preguntarse alguien por el contenido de una carta si ni siquiera sabe que ese papel pintado tiene un contenido, un significado, algo que desentrañar. De ninguna manera. El enigma para nuestro hombre encerrado no estaba en el significado de las cartas, si no en la propia existencia de las mismas. Algo irrumpía con violencia en su realidad, algo externo y desconocido la iba triturando hasta hacerla irreconocible. La montaña de papel que se agolpaba en el cuarto crecía lenta pero irremediablemente y, sin modo alguno de salir y tirarlo al contenedor de reciclaje, parecía cuestión de tiempo que el correo fuera ganándole terreno hasta arrinconarlo del todo, sepultándolo al final. Tal misterio, que al principio fue una pequeña novedad curiosa, tomaba tintes dramáticos, de supervivencia. Había que acabar de una vez por todas con el servicio postal.

Al principio atacó con furia y sin control la masa de celulosa, acabando el ataque en un fracaso estrepitoso: trocitos de papel por todos lados del cubículo, él cubierto por los papeles, derrotado, jadeante y sin entender absolutamente nada. El plan siguiente que trazó fue la recogida ordenada de las misivas, apilándolas primero en una esquina. Pero esto, aunque maximizaba el espacio libre, se mostró insuficiente. Pronto las cartas ocuparon todo el extremo de la pared y progresivamente fueron reduciendo la habitabilidad de la habitación. Los metros cuadrados aprovechables se convirtieron en centímetros. El suelo pasó a ser propiedad del correo. El hombre asumió su fin, comenzó a dormir encima de su enemigo inerte. Se acabaron los paseos por su habitáculo. La rutina se repetía, el goteo era imparable. Aunque a veces era imperceptible entre tanta carta, él sabía que había más. Otros días aparecían sobre él. Llegó el momento en que se hundió entre los folios escritos. Sumergido, intentaba respirar pero las hojas se ceñían sobre su cara. Mientras se asfixiaba con el papel tapando nariz y boca, pudo distinguir sobre sus ojos unos trazos que rezaban así: "¿Es grave, doctor? Lamentablemente, el daño cerebral parece irrecuperable."

Por supuesto, él no entendió nada. Ni falta que le hacía.

1 comentario:

Unknown dijo...

Has estado viendo The Cube o alguna película rara similar últimamente?