lunes, 29 de agosto de 2011

Rebolución

No lo sabíamos, pero ya teníamos la mecha de pólvora y el cartucho de explosivo preparados. Eso siempre estuvo ahí, dijeron los expertos a los medios de comunicación. La chispa no quedó muy claro en qué consistió. Quizás fue una mirada entre compañeros de clase, un avión de papel que se estrella en la espalda del maestro o una contestación ingeniosa a un problema de matemáticas que propina una carcajada general entre los alumnos. De cualquier manera, lo que siguió a aquello fueron gritos, mordiscos y arañazos, un montón de niños inmovilizando al profesor de turno, apertura de puertas antes de tiempo, la invasión infantil y la jarana por los pasillos, el director del colegio que sale de su despacho y antes de que pueda castigar a nadie es arrollado. Primero fue un colegio de Madrid, pero la revuelta se extendió antes de que nos diéramos cuenta, dijo un portavoz de la policía a los medios de comunicación, cuando quisimos darnos cuenta también se habían rebelado las guarderías. La sustitución del chupete por la nariz del adulto más próximo. La salida a las calles en tromba, la paralización del tráfico, las caras de estupefacción de los viandantes. Alguien llama al Presidente del Gobierno, de viaje por el extranjero, y le informa de la situación. Nos equivocamos al decidir el plan de actuación, dijo el Presidente del Gobierno a los medios de comunicación, pero la prioridad era evitar heridos: al fin y a cabo sólo eran niños. Balones de fútbol rompen los cristales de una multinacional, un hombre acude al hospital por una herida grave hecha con la punta de un compás, escupitajos, mierda y meados en las aceras, saqueos en las tiendas de chucherías, los rehenes están atados con combas, nos informaban los medios de comunicación. Cuando se acercaron, armados con pistolas de juguete, tirachinas, yoyós, al Congreso de los Diputados, este se encontraba cercado por un cordón policial. Los más empollones trazaron el plan de ataque, explicó uno de los asaltantes a los medios de comunicación. Una muchachada enfebrecida se abalanza contra los policías, que hacen amago de llevarse las manos a las porras. Las órdenes eran claras, evitar bajo cualquier circunstancia el uso de la violencia, dijo el portavoz de la policía a los medios de comunicación. Un hombre sólo tiene dos manos, dijo una señora a los medios de comunicación, por muchos policías que hubieran puesto, cada uno sólo podría haber agarrado un par de chiquillos, y teniendo que aguantar los mordiscos y las patadas y todo eso, pues nada. La ruptura del cordón policial, la imagen de un montón de mocosos irrumpiendo en la Cámara aparece en todos los televisores del mundo. Ya era hora, digo a los medios de comunicación: no veas las ganas que tenía de que sucediera algo así de una puta vez.

martes, 16 de agosto de 2011

Autopsia

El sonido del velcro al despegarlo. Empieza así. Los dedos que se deslizan por debajo de la tela, buscando la espuma blanca, el puño que se aferra a las entrañas blanquecinas y las extirpa, la mano temblorosa de un cirujano que sujeta un corazón de algodón y poliéster. El procedimiento continúa, mientras se evoca una tarde de verano en la terraza, una escalera de mano, una planta ornamental, y aparecen las mismas manos más pequeñas, infantiles, moviendo el cuerpo por los peldaños de la silla y empujándolo por encima de la planta, las manos llevándolo a carreras por el pasillo de casa, y había gritos y había imaginación y había historias que vencían a la realidad: historias ya olvidadas.
La amputación de un trozo de infancia.
La figura rechoncha y agradable se va desinflando paulatinamente. Es cierto que para deshacerse de él no hacía falta sacarle el relleno, pero quizás, pensó, si se procedía a la desfiguración previa, si había algo de trabajo en el proceso, si costaba un esfuerzo, tirar el muñeco a la basura sería más fácil: estaría más justificado. Tendría algo así como un funeral.
El relleno va llenando el cubo de basura. Quizás de esta manera esté más justificado, pero desde luego no resulta más fácil. La bolsa de basura está a rebosar. Nadie habría esperado que algo tan insignificante tuviera tanto en su interior. Al final de la operación, el hombre observa el pellejo vacío, la tela arrugada y muerta sobre la mesa y descubre las manos con restos de pelusa blanca: son sus propias manos, las que hace años dieron vida a aquel muñeco de trapo, y siente un escalofrío. Acto seguido algo se derrumba en el cuarto: suena el llanto de un carnicero con las manos manchadas de sueños.