sábado, 26 de abril de 2014

Garabato

Hay una gigantesca bola incandescente flotando a millones kilómetros de otra bola, más fría y no tan grande, que orbita junto con otras cuantas en torno a la que está caliente. En algún sitio de la superficie de la bola que orbita, un niño coge sus lápices de colores y dibuja un garabato en el papel. A la pregunta de sus padres, dice que lo que ha dibujado es un león. Diez minutos después dirá que es un coche. A los padres no les importa la obvia incoherencia del crío, ni la falta de realismo del trazo. Asumen que para tener año y medio la criatura hace lo suficiente y que desarrolla sus habilidades motrices de forma adecuada, cogiendo el lápiz torpemente y moviéndolo sobre el papel como un cocinero remueve con una cuchara de palo el guiso que sea. Como supongo que ya sabéis, lo de las bolas que giran alrededor de la bola ardiente se llama Sistema Solar. Pero eso no es todo, el Sistema Solar es muy pequeñito comparado con todo lo demás. Es un minúsculo sistema planetario. Los fotones que el Sol emite bañan el vacío antes de posarse sobre el capó del coche en el que un tipo espera que el semáforo se ponga en verde mientras se mete el dedo en la nariz. También penetran y calientan la piel de unos amigos que toman el sol en una playa cuyo nombre fue inventado hace 458 años. Uno de ellos coleccionará suficientes mutaciones en sus células como para desarrollar un melanoma dentro de 11 años. Pero eso no tiene la menor relevancia cósmica. El Sistema Solar es una parte pequeña de nuestra galaxia, y nuestra galaxia es una más de muchas que componen el todo. Galaxias que están ahora mismo separándose o chocando unas con otras cada vez más deprisa. En una carrera aparentemente estúpida a ver quién llega antes a los límites de la nada. La culpa es de la física. Un hombre mira por el telescopio y anota unas coordenadas. Hace eso periódicamente. Luego coge esos datos y se pone a hacer cálculos con ellos, de esos que se hacen con el gesto serio, con la frente apoyada en la mano que no sujeta el boli. Al tipo algo no le cuadra hasta que, de pronto, una noche se despierta de madrugada y pone los ojos como platos. Acaba de entender que el Universo se expande, acaba de entender que es que es así. Si tan sólo pudiera sacar la mano por fuera de la ventanilla de esta galaxia, y notar el polvo cósmico sobre la piel, cada vez más deprisa. Un hombre de mediana edad friega los platos con el tedio que la actividad se merece. En ese instante tú lees esto ahora mismo. Puedes decidir que es lo suficiente aburrido y pretencioso como para no merecer la pena que le prestes más atención y encender la televisión. Hazlo y no cambiará nada. Una mosca se golpea contra el cristal de una ventana de forma obsesiva. Sólo puedo imaginarme con claridad lo que está sucediendo en este planeta. Aunque podría inventar cosas sobre algún otro. Algo como: El viento mueve la arena de la superficie de Marte (ni siquiera sé si hay viento en Marte). Pero a quién quiero engañar: no se me ocurre nada sobre lo que escribir. Me da que si me pongo a escribir no voy a lograr decir nada coherente. Agarrar un boli y frotarlo contra el papel en blanco, removiendo el guiso de la existencia. Sólo sé que este garabato no es un león, mamá. La galaxia de Andrómeda es la que nos pilla más cerca y aún así está en el quinto pino. En este preciso instante un montón de gente está muriendo. Bien mirado, aunque hoy no se me ocurra nada sobre lo que escribir, me puedo considerar afortunado. 

lunes, 21 de abril de 2014

Dendrocronología

Cierra los ojos. Pide un deseo y sopla, sopla con todas tus fuerzas. Pero no lo digas en voz alta, que entonces no se cumplirá. Es mucho mejor que tus deseos sean secretos. Para que si no se cumplen no puedas recriminárselo a nadie, no vaya a ser que haya testigos que hayan asistido al dichoso cumpleaños. Es preciso que tus deseos sean sepultados y olvidados. Que no haya hojas de reclamaciones disponibles, que no haya nadie a quien culpar. La moraleja es que aquí el único responsable de tu fracaso eres tú. Pero no te preocupes, aprenderás a poner la mente en blanco cuando haya que cerrar los ojos y formular un deseo. Mira: una estrella fugaz, otra decepción. Aprenderás a dejar de soplar las velas y a mirar al suelo por las noches. Hay quien llama a eso madurar. 
Relees el currículum. Tras muchos años de estudio, Alberto acabó por fin su carrera de chiribiri y se especializó en zis-zas. A pesar de los inconvenientes, logró abrirse paso en el mundo del tristrás. Entre tanto se dedica al chacachá y compagina este trabajo con su pasión por el guiriguero. Así planteado, tú lo ves y piensas: este tipo es un triunfador. Ha logrado todo lo que se ha propuesto. Aparece la foto del tipo pensativo, mirando hacia el infinito o mirando hacia el objetivo de la cámara, todo él serio, con su pose trascendente y parece que no queda nada más que añadir. Pero lo que no aparece, lo que asoma al rascar un poco la imagen del hombre, lo que aparece entre las líneas de una trayectoria vital trufada de presuntos éxitos, es la sombra del juguete que nunca tuvo, la resurrección del abuelo que nunca ocurrió, la silueta de la chica que jamás se fijó en él. Porque detrás de cada persona se extiende un enorme cementerio de deseos: secos, ajados, cuarteados, arrugados, amarilleados, enmohecidos, chuchurridos. Un montón de cadáveres de lo que nunca ha sido. Los puedes ver si entornas un poco los ojos, están ahí, justo detrás del blanqueador dental, detrás del tinte del pelo o de las vacaciones a Benidorm del año pasado. Cuando talas una persona, aparecen como anillos concéntricos, uno dentro de otro, incrustados año tras año, cada vez más profundos, cada vez más clavados, cada vez más antiguos, más ahogados y difíciles de entender. El auténtico currículum vitae. Si escuchas, por debajo del latido del corazón está el murmullo subconsciente de algo muy antiguo, algo que sabe a Plastidecor y mocos, algo que pica como costras secas en las rodillas y que suena como el mar dentro de una caracola. Algo muy triste y nuclear. Algo que merece la pena escuchar. Presten atención. 

jueves, 17 de abril de 2014

:)

"Jajaja." Esa fue su respuesta y no habría tenido la menor trascendencia.  Porque qué va a contestar quien sea si me hago el gracioso, si aprovecho mi ingenio para hacer alguna puntualización jocosa o con la ligera intención de elevar suavemente la comisura de los labios. La sonrisa más tenue en el lenguaje aséptico del chat frecuentemente se traduce por la onomatopeya de una carcajada o en su defecto por el icono de una cara sonriente. A veces, incluso, la persona escribe "jajaja" con el rictus completamente serio e imperturbable. Dicha disociación es harto frecuente y no parece afectar por el momento a las relaciones personales, dado que fuera de las telecomunicaciones escritas sigue existiendo la carcajada, la risa y la sonrisa silenciosa. Sin embargo, no conocemos todavía los efectos de toda esta contención emocional a largo plazo. Tras generaciones de personas educadas a la luz de su pantalla táctil, personas con cuenta de Facebook antes que DNI, personas que vivirán como normal escribir "jajajaja" con los labios apretados y rígidos y el ceño fruncido, personas de carcajadas transcritas con la frialdad de un cirujano, porque las risas escritas suelen ser, en fin, reflexionadas, y a veces no son más que una mera formalidad, la única forma de engrasar la conversación, son la respuesta cuando no queda nada más que decir, el punto y final de una charla que hacía tiempo que existía única y exclusivamente por culpa de la inercia, y en verdad es natural que el lenguaje evolucione tras unas cuantas generaciones de personas que se rían en silencio con la mirada fija en una pantalla, y es posible que después de todo eso no nos quede otra forma de expresar nuestras emociones que con un emoticono apropiado, y así es cómo me di cuenta de que en realidad no importa que haya un poco de ficción en la matemática informática del chat. Porque a fin de cuentas qué importa que el "jajaja" no se corresponda con alguien con los ojos cerrados, la nariz levantada y la boca abierta sin control y pronunciando el estruendo inconfundible de la alegría. Da igual porque el efecto es el mismo, la magia está en que es una mentira consentida y compartida. No importa que el interlocutor esté sentado en el váter concentrado en su fisiología. Tú lees "jajaja" y la imaginación pone todo lo demás. Pero ella respondió "Jajaja." y eso lo cambió todo. No habría tenido la menor trascendencia de no ser por el signo de puntuación. Un punto. Un punto quiere decir que sé que estoy escribiendo, que soy consciente de cada tecla que pulso. Que no me estoy riendo. Que te estoy escribiendo "jajaja" como quien añade un ítem a la lista de la compra. Es una declaración soterrada: sé que me tengo que reír y lo estoy haciendo y tú sabes que esto es así por una convención que hemos creado de forma tan natural en este medio artificial. Un tomatazo al actor principal. Alguien señala y dice que el rey no lleva puesto ningún traje, que está desnudo. Escribo dos puntos y cierro paréntesis. Cae el telón.