jueves, 9 de junio de 2011

Las palabras

El numeroso público que acudió al auditorio fue ocupando sus localidades. La expectación estaba por las nubes. Por fin había llegado el momento en que Anónimo iba a romper su silencio. Años de reflexión y estudio iban a dar su fruto. La conferencia había sido anunciada por doquier y las entradas se habían agotado en cuestión de minutos. Los cientos de asistentes no podían sentirse más afortunados: iban a asistir en directo a un acontecimiento histórico. Los demás tendrían que contentarse con seguir la conferencia por televisión, radio o internet. Los medios estaban preparados para la que probablemente iba a ser la mayor audiencia en la historia de la humanidad, una retransmisión global doblada en directo a decenas de lenguas.

El mundo había puesto sus esperanzas en Anónimo cuando, después de haber logrado suficientes ahorros, decidió retirarse a meditar en soledad sobre los problemas de la humanidad, intentando encontrar la raíz común, y así lograr hallar una solución nuclear en la que se tuvieran en cuenta todos los aspectos: políticos, sociales, biológicos, científicos, filosóficos, económicos, culturales, etc. Anónimo prometió que no volvería a hablar nunca más hasta que no encontrase la respuesta. Hasta que no diese con algo así como el sentido de la vida.

Hasta ese día. Cuando Anónimo hizo acto de presencia en el escenario, el público enmudeció. Se podían escuchar sus pasos perfectamente mientras subía los peldaños hacia la tribuna. Decenas de cámaras grababan sus movimientos, sus gestos, las gotitas de sudor que perlaban su frente. Al ponerse en frente del micrófono, todo el mundo contuvo la respiración. El mundo esperaba a un profeta, pero lo que vio era un hombre transformado por el tiempo: más viejo, más flaco, más asustado. Un hombre que lo único que supo hacer delante del micrófono fue gritar de terror.

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