lunes, 31 de agosto de 2009

Acerca del acto de escribir

El Autor duda, a pesar de que tenía la idea en mente desde hace tiempo. Escribir, declarar solemnemente, una frase lapidaria de esas que los colegiales recopilan y anotan en sus carpetas, una cita para la historia sobre el paso del tiempo y la pérdida de los sueños. En definitiva, sobre la dura hostia contra la realidad que acaece conforme llega eso que se llama madurez. El Autor baraja distintas opciones para llevar a cabo su propósito, que no es más que la gente le entienda, o que al menos entienda la frase en cuestión (si es que con esa frase no basta para entender al Autor y su profunda desesperación vital). Sus opciones son meramente formales, de pura disquisición técnica, pues en todas ellas late la misma idea. Cuando el adolescente fracasa, nace el adulto. Los adultos no son más que un montón de adolescentes fracasados. La edad adulta es el resultado del fracaso de la adolescencia. El mundo adulto es un lugar habitado por adolescentes mutilados. Etcétera. Las opciones comienzan a parecer infinitas y el Autor se agobia. ¿Qué criterios debería utilizar para escoger la redacción definitiva? En medio de tal diatriba el Autor se busca a sí mismo. Se plantea a sí mismo como hipotético lector y se ve a sí mismo reflejado en su propio mensaje. Recuerda sus deseos abandonados para siempre y ve su futuro inmediato como el desenlace de sus renuncias. Esto le deprime. El Autor siempre quiso ser escritor pero por razones prácticas decidió dejar aquello de lado por unos estudios que le proporcionaran un puesto de trabajo en el futuro y con ello, ya se sabe, dinero y con ello, ya se sabe, supervivencia. Sin embargo el Autor reflexiona y se da cuenta de que ya es, al menos, un poquito escritor. Al fin y al cabo, un escritor es simple y llanamente una persona que escribe, siempre y cuando uno se atenga al concepto literal. Y eso, para bien y para mal, ya lo hace. Lo que el Autor no es, está claro, es un escritor profesional. Aunque quizás convertir el acto de la escritura en algo profesional lo desvirtúe. Un hombre que en vez de a la oficina acude a la página en blanco, se sienta en ella y empieza a teclear. Con cara de sueño. Sin ganas. Por dinero. Etcétera. Así que el Autor siente que tampoco ha cejado en conseguir sus sueños. Simplemente ha hecho algo pragmático por el camino. Así que el Autor, feliz (dentro de lo que cabe), elige una frase al tuntún. La proclama. Y sonríe. Como si fuera todo un adolescente.

Maduros

La edad adulta es el resultado del fracaso de la adolescencia.

jueves, 20 de agosto de 2009

Revolución

La revolución exige un cambio brusco, profundo y violento de lo establecido. Pero en lo que nadie ha pensado es en la revolución personal. Un romper de espejos atroz cada vez que uno se enfrente con su imagen. La subversión del todo a partir de la unidad. Algo así como el marqués de Sade confundiendo el dolor y el placer. Como el esquizofrénico confundiendo realidad y ficción. O quizás no confundiendo: intercambiando. Todos a la vez, una mañana, una fecha cualquiera (que para la posteridad será resumida con la inicial del mes y el número del calendario correspondiente, tal que así: 11N, 31E, 20A). Cada uno sería una revolución y, el conjunto, el resultado de la suma. Así los tímidos empezarán a opinar y los extrovertidos tendrán vergüenza de decir lo que les parezca. Los que mantienen el orden moral empezarán a desmadrarse y viceversa. Los hombres del montón pasarán a ser minorías. Las minorías empezarán a luchar por el poder. El poder dejará de tener importancia. Los ricos pedirán limosna mientras los mendigos, triunfantes, pasarán despreciativos a su lado, ignorándoles. Dios será hombre y el cura se hará ateo. Los revolucionarios empezarán a clamar por la vuelta a la normalidad para poder conspirar como antaño. Los muertos serán enviados al espacio y no enterrados, por aquello de cambiar el orden gravitatorio del ciclo vital (la vida es la metáfora de un salto: prepararse, lanzar las piernas contra el suelo y salir lo más alto posible para después ser arrastrado a razón de g=9,8m/s2 otra vez al punto de partida, pero esta vez con nefastas e irreversibles consecuencias). Los fumadores regalarán sus cigarrillos a los que no fuman y éstos empezarán a fumar sin medida. Los enfermos tratarán a los médicos. Los gobernantes, antes de dimitir para pasar a ser mandados, derogaran toda ley existente excepto las leyes naturales, de las cuales se harán cargo sus creyentes correspondientes, es decir, los científicos, que a su vez dejarán de serlo, dejando en evidencia la falta de consenso, la falta de apoyo a cosas tan estructuradas hasta el momento como la evolución de las especies o el electromagnetismo. Dejando sin brújula cultural al progresismo, que ya no será tal. Los padres obedecerán a los hijos al volver de clase, los hijos irán a trabajar y se ganarán el pan con el sudor de su frente, si es que sigue habiendo panaderos. Los vegetarianos se pondrán hasta las trancas de costillas de cerdo. Los escritores quemarán sus libros. Los lectores empezarán a escribir. Y yo amaré a alguien como nunca lo he hecho. Al prójimo como a ti mismo (sic). Amar hasta vomitar. Si pudiera organizaría esta revolución absurda sólo para que yo lograse volver a querer a otra persona. Una revolución absurda requiere motivos absurdos. Algo así como confundir realidad y ficción, como confundir dolor y placer. Además, si ya confundí una vez el amor con la literatura, ¿por qué no iba a poder confundirlo con la revolución?

miércoles, 5 de agosto de 2009

Alzheimer

Ella es de piedra y cemento, de arrugas en la piel.
De cáscara abuela y de interior abismo.
Ella es un pasado enfermo de presente. La demencia es una enfermedad del tiempo.
Y nadie nos lo advirtió.
Ella es los únicos restos de la tragedia. La han declarado zona catastrófica.
Y nadie nos lo advirtió.
Ella es un edificio abandonado. Esperando la fecha del derribo.
Así que hemos acordonado la zona a la espera de que ocurra algo definitivo.
Y cuando la muerte venga a verla deseo que grite, que la muerte grite aterrorizada al descubrir que alguien ya ha hecho gran parte del trabajo, pero se ha dejado olvidada la carcasa.

La vida es tan corta y la muerte tan larga.
Pero nadie nos lo advirtió.

sábado, 1 de agosto de 2009

Divertimento

Al señor Whitman le gusta vivir en renta de alquiler porque así sabe que, al menos, siempre habrá una persona que se preocupe por él: su casero. El señor Whitman se pasa largas noches tumbado en su cama mirando la bombilla encendida que cuelga del centro de la habitación. Después cierra los ojos y la mancha de luz se queda impregnada un rato dentro de sus párpados. Esto no es que le guste hacerlo, es que a veces se olvida de apagar la bombilla antes de acostarse y una vez tumbado le da pereza levantarse para apagar el interruptor. Parece algo terrible, pero no lo es tanto porque Whitman sabe que gastar más luz de la cuenta le gusta a la compañía eléctrica. Ah, la compañía eléctrica, pero, se pregunta, ¿quién coño es la compañía eléctrica? Parece que nadie se preocupa de quién es la compañía eléctrica. Whitman lo hace por poco tiempo, porque al final se suele quedar dormido, mal que le pese.

Por las mañanas suele quedar en el bar con su amigo, el señor Fuentes, y allí hablan de las últimas noticias. A veces Whitman tiene la impresión de que Fuentes no es realmente su amigo, y de que simplemente queda con él porque no tiene a nadie más con quien quedar. A su vez, el señor Fuentes tiene la impresión de que Whitman queda con él por una especie de conmiseración mal entendida. Sin embargo, ninguno sabe por qué queda con el otro. En cualquier caso, quedan y toman café juntos. El señor Fuentes después de esto regresa a su piso de la calle 11. Y entonces coge los prismáticos y se dedica a mirar las ventanas de enfrente, hasta que sucede algo o es la hora de comer. Normalmente no sucede nada, pero, como esto no se puede predecir, Fuentes es de la opinión de que es mejor estar atento por si acaso. Una vez logró ver en una de las ventanas de enfrente un hombre acuchillando una almohada. Para el señor Fuentes aquello fue un hito. Para los periódicos a los que llamó para narrarles el suceso no lo fue tanto. Con lo impactante que habría sido ver en primera página el titular. Hombre acuchilla almohada. El caso es que, como nunca ocurre nada, Fuentes acaba por comer y dormir la siesta. Ah, se me había olvidado decirlo: Fuentes vive en un piso hipotecado. Así, por lo menos el banco se preocupa por él.

Algunos días por la tarde Fuentes llama a un antiguo compañero de trabajo, el señor Camus. El señor Camus contesta con frases cortas, como si de un momento a otro todo se fuera a detener. Esto emociona en cierto modo a Fuentes. Pero falsa alarma. Al igual que con los prismáticos de antes de comer, nunca sucede nada. Camus contesta a lo que se le pregunta. No sucede nada especial. Y cuelgan amistosamente. En ese momento el señor Camus vuelve al trabajo. Camus trabaja diseñando cencerros para una empresa que está al borde de la quiebra porque ya nadie quiere comprar cencerros de diseño. O quizás es que nunca hubo nadie dispuesto a comprarlos. Así que Camus trabaja sabiendo que, probablemente, todo aquello no sirva para nada más que ganar el dinero suficiente para comprar comida y pagar los recibos. Cencerros de diseño sin mérito reconocido por la sociedad. El señor Camus no tiene que preocuparse por pagar alojamiento, ya que el piso en el que vive está comprado desde hace años.

El señor Camus no conoce en persona al señor Whitman y viceversa, aunque ambos han oído hablar uno del otro por parte del señor Fuentes. Sin embargo, ninguno trata de indagar más sobre el otro. La coincidencia se mantiene así hasta que, un día, el señor Fuentes invita al café matinal con Whitman al señor Camus. Cuando Whitman entra al bar y ve la escena, cree confirmar su hipótesis. Fuentes quedaba con él porque no tenía a nadie más con quien hacerlo. Y ahora va a presentarle a su sustituto. Por su lado, Fuentes piensa que Whitman puede sentirse liberado de de quedar con él al ver que ha traído a otra persona y razona para sí que ha sido un error llevar a Camus. Sin embargo, a Camus la reunión matinal le da bastante igual, está ofuscado pensando en el badajo para su nuevo diseño. Whitman traga saliva, con cara de haber dormido mal. Fuentes le saluda:
–¿Qué tal?
–Mal, hoy he vuelto a dormir con la bombilla encendida.
Camus no dice nada.
–Tendrías que hacer algo al respecto, no puedes seguir así –dice Fuentes.
–Ya lo he hecho. No voy a volver a pulsar el interruptor. Algún día esa puta bombilla acabará por fundirse.
–Una bombilla, ¡es perfecto! –exclamó Camus y se fue corriendo a retomar su proyecto. Whitman y Fuentes no lograron despedirse de él. Se quedaron callados, mirando la puerta cerrándose tras el paso de Camus. Fuentes entonces pensó en sus prismáticos, pensó en la bombilla siempre encendida de Whitman, pensó en el banco y en la compañía eléctrica y se preguntó incómodo si, por casualidad, en este mismo momento, no habría alguien en la ciudad acuchillando una almohada.