Déjenme aclararles: yo no sólo conocí a Alberto Berjón, yo viví a Alberto Berjón. Con esto quiero decir que le conocí en un plano más profundo. Tampoco me malinterpreten, no hablo de sexo. Por desgracia éramos heterosexuales. Me refiero a que no nos limitábamos a tomar copas juntos cuando él aparecía por aquí, sino que convivíamos en el mismo zulo cultural. Compartíamos libros, escuchábamos artistas similares, venerábamos películas por igual. Cada uno a su manera, claro está, no éramos gemelos. Para que me entiendan, peleábamos en el mismo ejército pero cada uno como podía, cada uno en una trinchera distinta. Por ejemplo, ambos escribíamos. No sé si lo que escribíamos era realmente bueno o no, ni me importa, lo que cuenta es que lo que escribíamos era lo que nos habría gustado leer. El problema era que nunca fuimos muy regulares, sobre todo yo. Y, aunque Alberto era más productivo (sobre todo con los textos cortos), siempre dejaba a medias los grandes proyectos: las novelas, la vida. Y yo también, éramos expertos en dejar asuntos pendientes. Y un poco a eso se reducía todo los que nos unía: escribir, sobrevivir, leer, escuchar música, volver a escribir, beber, volver a beber, fumar, conspirar, masturbarse. Hablábamos sobre los grandes temas de la humanidad, ya saben, el sexo, la política y la muerte. Pero sobre todo hablábamos sobre lo que escribíamos. Teníamos cada uno un blog y así nos podíamos leer el uno al otro, aunque él estuviera en Madrid y yo en León o en otro lado. Nos comunicábamos por Internet con relativa frecuencia, y a veces ocurría que nos saludábamos en el chat y después nadie decía nada, quizás él se había ido a hacer algo y había dejado el ordenador encendido, o quizás no nos atrevíamos o no teníamos nada que decirnos. Creo que a veces era tanta la pereza de enfrentarte a lo mismo una y otra vez, a ese exceso de escritos que se acumulaban, al si no has leído lo último que he escrito, al si lo puedes leer, por favor, y después que si te lo critica, decir que es magnífico, bueno o un poco flojo para ser tuyo, lo que sea, y a veces nos daba tanta pereza que lo posponíamos a otro rato mediante una excusa, que si me voy a comer, tengo cosas que hacer, luego lo leo, y todo aquello en cierto modo era una obligación, escribir, leer, etcétera, y acababa siendo tan repetitivo como si ambos estuviésemos encerrados en un gigantesco déjà vu, como si todo lo demás, lo que viene a ser el resto de nuestras vidas, fuera una pérdida de tiempo, una nota a pie de página de esta cinta de Moebius de la que nunca supimos cómo salir, de la que nunca quisimos salir.
miércoles, 25 de marzo de 2009
martes, 17 de marzo de 2009
Cerrojos
Cuando escuché el sonido de la llave en la cerradura de mi casa, ese traqueteo sibilino de aquella llave, la cual, obviamente, no era la mía (lo comprobé inmediatamente de un vistazo: la había dejado en la mesa del recibidor, como tenía por costumbre), penetrando a rastras en mi cerradura como una serpiente, y después escuché los golpes de metal que me decían que efectivamente el mecanismo coincidía, que todo aquello estaba girando y se iba a abrir de un momento a otro, no pude hacer otra cosa que recordar que la única copia que había de la llave la tenía mi madre. Sin embargo yo ya había descartado que fuera ella la que estaba irrumpiendo sin previo aviso en mi piso, siendo un sábado a la una y media de la madrugada. Pensé en que alguien podía haber robado la llave a mi madre para hacer una copia furtiva y así poder colarse en mi casa pero, en tal caso, ¿cómo sabía que esa llave correspondía a mi piso? y, sobre todo, ¿por qué nadie iba a querer entrar en él? Cavilando así me acordé (la llave estaba llegando ya al final del giro) de aquellas noches en las que salía de paseo e intentaba probar una teoría que había dejado de practicar: suponía que no podían existir infinitas formas de un mismo modelo de llave, con lo cual tenía que existir alguna cerradura en algún lugar que coincidiera con mi llave. Así que me iba a un lugar distinto de Madrid cada noche y probaba en un portal tras otro si coincidía mi llave, procurando que nadie me viera para evitar llamar la atención y que aquello pareciera lo que no era. Concretamente recordé la noche de sábado en la que conseguí abrir un portal y me colé en los descansillos. Aquella noche, lo recuerdo ahora mismo con claridad, embargado por la emoción, subo, no sé por qué, hasta el cuarto piso y me sitúo enfrente de una puerta, una puerta cualquiera, y miro mi llave y miro aquella cerradura, miro el reloj: la una y media, probablemente no haya nadie despierto, así que me decido a probar la gran casualidad: dos cerraduras consecutivas, y meto la llave con cuidado, resbala como una serpiente por el agujero, gira, y yo feliz, feliz como nunca, me dispongo a encontrarme conmigo mismo.
sábado, 14 de marzo de 2009
Estrella
Esa es Estrella, la que está fumando en ese soportal, a solas, esperando que algún tipo se le acerque y le pregunte por el precio, esperando como parte de su rutina: ella se levanta, tarde, después consigue coca del argentino, si le queda algo de dinero, claro, y se pone, para acto seguido irse a ese soportal, y fuma un cigarrillo tras otro mientras espera como quien sueña, como quien muere en la cama de un hospital, pero aquí no hay medicina, sólo cubos llenos de semen, semen que se transforma en coca y comida, en comida y después cocaína, en alcohol y lágrimas de almohada, y tampoco hay amor, yo lo sé, en su boca no hay amor.
Yo que le regalé todo lo que pude, yo que me estrellé a base de halagos y que le ofrecí toda la materia que pude, todo el dinero, todos los regalos, nada fue suficiente, nada de aquello bastó para colmarla, para rellenar lo que coño fuera que había que rellenar, ese maldito agujero llamado Estrella, polvo de estrellas, luz de velas, caras manchadas de sexo, cuerpo estelar, agujeros negros entre las sábanas, yo eyaculaba sobre sus tetas toda mi tristeza y toma, esto es lo que te debo, le decía, si necesitas lo que sea, Estrella, dímelo, pídemelo, por favor, pero ella no decía nada, cogía el dinero y me daba un beso en la mejilla, como si no hubiera pasado nada, como si no importase. Puede que tuviera razón.
Yo que le regalé todo lo que pude, yo que me estrellé a base de halagos y que le ofrecí toda la materia que pude, todo el dinero, todos los regalos, nada fue suficiente, nada de aquello bastó para colmarla, para rellenar lo que coño fuera que había que rellenar, ese maldito agujero llamado Estrella, polvo de estrellas, luz de velas, caras manchadas de sexo, cuerpo estelar, agujeros negros entre las sábanas, yo eyaculaba sobre sus tetas toda mi tristeza y toma, esto es lo que te debo, le decía, si necesitas lo que sea, Estrella, dímelo, pídemelo, por favor, pero ella no decía nada, cogía el dinero y me daba un beso en la mejilla, como si no hubiera pasado nada, como si no importase. Puede que tuviera razón.
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domingo, 8 de marzo de 2009
Candidatura
Qué fácil es mentir desde este lado, desde esta posición estratégica, decidir en una frase el contenido del noticiero, hacer estas declaraciones, dictaminarlo todo, y qué verbo: dictaminar, qué bien suena, qué bien sienta pronunciarlo mientras me seco el sudor con este pañuelo de seda, porque aquí hace un calor espantoso, podría darme un patatús en cualquier momento, menos mal que tengo este vaso de agua y así no me mareo, pero mírales qué atentos están a mis mentiras, al nudo de mi corbata, a mi media sonrisa que destila confianza, seguridad, porque en cierto modo a quién le importa lo que coño esté diciendo, lo que importa realmente es que mi imagen sea adecuada, que la gente pueda confiar en mí sin conocerme, mi trabajo consiste en ser elegante, elegante en el discurso, en las formas, en la imagen, sin dejar cabos sueltos, me tengo que ceñir al guión, y si la pregunta es impertinente simplemente debo salir por peteneras, reiterarme en mis buenas intenciones, en que soy la solución, el cambio, la esperanza, a veces me lo repito delante del espejo: yo soy la esperanza, es tan difícil de creer pero ellos se lo creen y no se dan cuenta de que cualquier movimiento en falso, de que en cuanto se me escape alguna opinión sincera, podría caerme de esta cuerda floja hecha de púlpitos y banderitas, de lemas pegadizos, de esta sinfonía que es toda campaña electoral, con los carteles, las fotos, los mítines, los aplausos y los guionistas, cómo pueden pensar que esta parrafada se me ha ocurrido a mí, que esto es en lo que creo, si no es más que lo que me han dado, un papel escrito, y yo me he dedicado a aprendérmelo, a repetirlo hasta la saciedad, yo soy el actor principal y este púlpito es mi escenario, está todo: el atrezzo adecuado, el maquillaje, los focos, y acabo la diatriba (diatriba, qué palabra) y saludo, hay aplausos, mañana publicaremos en el periódico unas excelentes críticas de la actuación, y ahora los secundarios también saludan y sonríen, yo sonrío, todos sonreímos, es que tenemos que sonreír porque sí, porque es parte de nuestra actuación, porque es parte de nuestra democracia.
martes, 3 de marzo de 2009
Kinder
Claro que recuerdo cuando conocí a Alberto Berjón, aquella noche le pedí que me invitara a una cerveza en aquel bar, yo tenía sed y nada que perder, y él reaccionó como un animal asustadizo, supongo que no se lo esperaba, pero al final le logré persuadir porque, en fin, esas cosas se me dan bien. Alberto era (de hecho lo sigue siendo) un chico alto y desgarbado, fumaba más de lo normal para su edad (teníamos 18 años cuando le conocí), siempre iba en vaqueros y deportivas sucias y tenía ese forma de mirar como si ocultase un terrible secreto, lo cual fue lo que quizás me llamó más la atención de él, aunque, la verdad, después de rascar un poco en su superficie, tan misteriosa a primera vista, lo único que encuentras dentro es un vacío, un gran vacío: Alberto es como un huevo Kinder sin premio. Quizás todo el mundo sea así. Con el tiempo supe más de él, de su vida. Me parecía un chico inteligente pero estaba echado a perder, fumaba como si fuera el fin del mundo, bebía demasiado (y esto no quiere decir que yo no bebiera, pero es que él bebía mucho) y era tan pesimista, a veces me hablaba de la muerte, eso le obsesionaba, y qué quieres que te diga, a mí la muerte no me importaba, mira, le decía, yo cuando esté muerta no me enteraré de nada, pero él hablaba de una pérdida o algo así, de no sentir absolutamente nada, qué sé yo, a veces incluso se ponía a llorar y yo no entendía nada. Escribía mucho, bueno, en realidad no sé cuánto escribirá un escritor profesional pero a mí me parecía que Alberto escribía bastante, y además lo hacía bien. Él me enseñaba lo que escribía y, aunque no lo decía con claridad, decía que me lo enseñaba para que lo criticase, sé que lo hacía porque le gustaba que a mí me gustara, y quizás por eso una vez me regaló un conjunto de relatos cortitos encuadernados y me lo dedicó. Quizás por eso también me escribió alguna carta, eran cartas muy bonitas ya que no eran cartas al uso, eran como esos relatos que él hacía pero a la vez personales, no sé, es difícil de explicar. Todo iba bien hasta que Alberto cometió el error de enamorarse de mí. No lo voy a negar, yo le cogí cariño, era un chico simpático y era entrañable que por dentro fuera tan frágil, esas cosas despiertan a su manera el instinto maternal, ya se sabe, pero de ahí a sentir amor, lo que se dice amor, pues no. De aquella empezó a escribir un blog en Internet, escribía esas cosas que solía escribir ya de antes, y yo lo leía con bastante asiduidad. Luego pasó algo, no sé cómo pero hubo un cierto distanciamiento, cada uno nos empezamos a dedicar a nuestras cosas, y poco a poco dejé de leer aquel blog. No le di la menor importancia, pero, un día de estos, no sé por qué, me acordé de aquello y pensé que en realidad aquel blog era, a su manera, una gran declaración de amor encubierta, la única forma que Alberto encontró de decírmelo a lo grande, de decírselo al mundo, pensé que todo aquello era por mí, imagínate, qué estupidez.
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