martes, 29 de junio de 2010

MSP

Soy una mala persona. Comer carne roja, no lavarme las manos después de mear, no sonreír a la gente cuando intentan ser amables conmigo (porque sé que lo intentan y sé que es lo que tratan de aparentar) y viceversa, sonreír cuando intentan herir mis sentimientos, son algunos de mis atributos. Pero si algo me caracteriza de manera nuclear, si algo forma parte de mi esencia de mala persona, algo sobre lo que pivotan el resto de malas cualidades, como satélites del mal, es que no soporto que a los demás les vayan bien las cosas. Y no se confundan, no se trata de envidia. La envidia implica que el envidiado tiene un algo que el envidioso no tiene y desea. Para que mi esencia aflore no implica que yo desee ser o tener algo que jamás alcanzaré: bien puede ser que el otro tenga algo que a mí no me gusta, pero que a él le hace feliz (y eso es lo que me repatea) o bien puede que lo que el otro ha logrado es algo que yo también he conseguido hace tiempo y a lo que no he dado la más mínima importancia, pero es un logro que al otro le conmueve o le implica un reconocimiento (el mismo que yo desdeñé en su momento) que hace que la cara del tipo sea reluciente de alegría y para mí sea, por ende, repulsiva. Tampoco es conveniente confundir estos sentimientos con la misantropía al uso o cosas así. Yo no odio a la gente en general, odio a la gente a la que todo le va bien. Padezco, y es un término que yo mismo he desarrollado: misantropía selectiva positiva. Como acrónimo: MSP. Bien, como decía, mi MSP por definición implica que no tengo aversión a toda la humanidad por completo, y es más, yo soy capaz de desarrollar sentimientos de conmiseración y empatía hacia todo aquel que lo pasa mal, pero únicamente hacia ese tipo de personas. Soy incapaz de alegrarme por los éxitos de otros hasta el punto de que me producen rechazo. Las caras felices me producen tal rabia que cogería a todos esos patéticos risueños de pacotilla y les metería su sonrisa por el culo. Pido perdón por el lenguaje soez. Pero es que me enervo sólo de imaginarlo, de imaginar a alguien dando botes de alegría, de sólo pensar que puede haber alguien destrozado llorando en cualquier lugar de este mundo, y entonces, por culpa de mi MSP, me dan ganas de reclutarlos a todos, mis queridos llorones, infelices, patéticos, fracasados, y decirles, convencerles, de que hay que acabar con todos esos tipos contentos y felices, de que tenemos que unirnos todos, de que tenemos que establecer el imperio de la tristeza, de las cosas mal hechas, de los fracasos estrepitosos, y de que así, de una vez por todas, por fin, nos iría tan bien.

viernes, 25 de junio de 2010

Rusa, no Rusia

Vale, cara. Eso fue exactamente, palabra por palabra, lo que dijo: vale, cara. Y salió cruz. Supusimos que así era más justo. Porque si ya nos íbamos a entregar a la suerte, sobre todo a la mala suerte, ¿qué mejor que hacer que absolutamente todo lo que sucediera después dependiera de algo tan aleatorio como una moneda que da vueltas en el aire, cae en una palma y es dada la vuelta contra el dorso de la mano contralateral?

Pues ha salido cruz, dije yo. Él me miró. Dijo: un momento, si ganas tú, qué significa, que te toca a ti o a mí. A ti, le dije. No estoy de acuerdo, dijo él, si sale lo que tú has elegido deberías ser tú el que pringue primero. Si sale lo que yo he elegido, le repliqué, yo elijo a quién le toca porque he ganado. Eso no puede ser así, me insistió, porque eso podría implicar que tanto tú como yo vamos a elegir que me toca a mí y no tendría ningún sentido echarlo a suertes, porque en ese caso estaríamos de acuerdo. Vale, respondí, pero yo entiendo que si me lo discutes es porque tú no quieres empezar, es porque no estamos de acuerdo, y por eso si te digo que te toca, te toca, amigo. Lo siento, colega.

Se quedó callado, cogió el revolver y giró el tambor. Una bala, seis oportunidades. Y qué hago, dijo tras cerrar la pistola, ¿te disparo a ti o a mí? A ti mismo, imbécil, le respondí, si te toca la bala no quiero que esto parezca un asesinato, ¿entiendes? Tiene que simular un suicidio. Él me respondió que todos estos detalles teníamos que haberlos hablado antes, que teníamos que haberlo consensuado mucho antes, incluso antes de agenciarnos el arma, que él no estaba preparado para lo que fuera a pasar. Y no me refiero a que yo me muera, añadió: también verte cómo te pegas un tiro en la sien puede que no sepa soportarlo. Yo miré hacia el dinero sobre la mesa. Dije: mira, los dos estamos de acuerdo en una cosa, al menos una: nuestras vidas no pueden seguir así. Por eso estamos haciendo esto, aquí y ahora, por todo ese dinero como única salida, para empezar de cero, ya sabes, para empezar uno de los dos debería morir. ¡No me lo creo!, gritó él, agitando el arma de una manera tan peligrosa que me hizo desear que fuera yo el que la tuviera: ¡no lo creo! ¡Podemos hacerlo juntos, empezar de cero juntos, cada uno con la mitad de la pasta! Yo le miré en silencio. Él lo entendió. Temblando, posó el cañón en la sien, apretó el gatillo, sonó: click.

Él jadeaba. Me pasó el revolver. Tu turno, dijo. No lo pensé, me dije: no tienes que pensarlo, sólo hazlo. Imité su gesto anterior. Apreté el gatillo. Sonó: click.

Su cara cambió de color. Quedan, como mucho, cuatro intentos más, le dije cuando le pasé el arma. Cada vez más pálido, realizó el ritual. Vi cómo una gota de sudor bordeaba el lugar donde podría detonar su cráneo. Click.

Mi turno. Esta vez estaba asustado de verdad. Apreté el gatillo. Click. Otra vez.

Ahora es su turno. Sólo quedan dos oportunidades. Si falla, la bala me espera a mí. Tiene un 50% de posibilidades de sobrevivir. Si lo consigue, yo tendría un 0%. Aprieta el gatillo. Click.

Me mira. Dice: lo siento, tío. Yo digo, mientras empiezo a llorar: no es justo, la gracia de la ruleta rusa es que no sabes si vas a morir. Si estás seguro al cien por cien de que te vas a pegar un tiro, ¿qué sentido tiene? Es un simple suicidio. Y yo no he venido a suicidarme. Por favor, gira el tambor, te lo suplico, por favor, dame otra oportunidad. Me derrumbo, del miedo me caigo de rodillas, la manos detienen mi caída definitiva. Noto el metal detenerse, apoyarse, en mi cabeza. Escucho tres palabras: lo siento, colega. Después no escucho nada más.

viernes, 11 de junio de 2010

Pronombres impersonales

Algo da vueltas y chisporrotea en el microondas. La lluvia golpea sin descanso el vidrio de la ventana de la cocina donde Alguien mira ese algo girar y chisporrotear. La mezcla del zumbido del microondas y de los ligeros estallidos que se forman en su interior con el retumbar suave del agua contra el cristal crea una banda sonora lo suficientemente tribal como para que Alguien se ponga, así, en calzoncillos, tal y como está, a bailar en torno a una hoguera mágica en una cocina que tiene algo de chamánico en esos instantes. Pero Alguien no está para bromas, por lo que se limita a mirar encorvado sobre sí mismo la cuenta atrás del microondas, apoyando el culo ligeramente sobre la encimera y pensando en algo lo suficientemente aburrido como para no merecer reseña alguna en estas líneas. Tras el calentamiento, Alguien saca el contenido del microondas y se sienta en una mesa en la que no debe caber más que una persona y media. Ese es uno de los motivos por el que nunca invita a Nadie a cenar. Alguien come eso que ahora está caliente y lo mastica como si se tratase de una delicatessen, pero Alguien sabe que tampoco es para tanto. Sólo come por necesidad. Alguien piensa en Nadie y se la imagina en esa mesa apta para persona y media, los dos peleándose entre risas por conseguir posar su plato, como si el que llegara primero fuera el único que vaya a comer, y Nadie reiría como ríe cuando se la cruza en el trabajo, y Alguien cedería su sitio, acabaría posando el plato en sus piernas y comerían con los carrillos llenos de algo calentado en el microondas y se mirarían con felicidad. Eso sería si Alguien hubiera cruzado alguna vez una mísera palabra con Nadie. Alguien a veces añora ser más emocionalmente implicado, eso es: emocionalmente implicado, aquello que leyó en aquella revista dominical. Pero Alguien no está para esos trotes. Ya le cuesta trabajo desenvolverse con las nimiedades del día a día como para tratar de sacar a flote sus emociones, compartirlas y acoger en su seno otras, como para ponerse a nadar en emociones. No. Eso sí que no. Alguien no tiene tiempo que perder. Acaba de comer y pone el plato en el lavavajillas. Se va a leer un libro que le está gustando mucho, sobre una historia que jamás sucederá, una aventura tremendamente e-mo-cio-nan-te y que no se aparece en nada a su vida. El tipo que escribió el libro, se dice Alguien, seguro que tampoco ha vivido una vida así. Esto le lleva a plantearse, así, en calzoncillos, tal y como está, con el estómago lleno de algo calentado en el microondas, seco de sentimientos, aburrido, vulgar, trivial, todo un hombre moderno como él, si debería ponerse a escribir. Pensado y hecho. Alguien olvida el libro y se registra en una página para escribir un blog en Internet. Escribe con mucha frecuencia. Le entretiene.
Años después, Alguien habla con Nadie. Ella le dice que lee su blog y se sonroja. Él le pregunta a ella si quiere ir a cenar a su casa. Ella acepta. Comen cosas en una mesa en la que cabe una persona y media. Se ríen. Follan. A raíz de esto, Alguien se despreocupa de las cosas superficiales de la vida. Empieza a ser un hombre emocionalmente implicado. Por fin. Nuevas ocupaciones y preocupaciones le atosigan. Ahora busca algo con profundidad, algo trascendente, algo nuevo: coge el libro que abandonó hace años y le parece basura. Ojea su blog y le parece basura. Así que decide dedicarse a otra cosa. A Nadie le parece mal. Porque a Nadie le gusta el blog.
Pero, al final, Alguien se olvida del blog que Nadie seguía. Y nadie le da importancia al asunto.