jueves, 18 de octubre de 2012

Ø

Nacer.
Pasar de puntillas por el mundo. Sin dejar huella. Y hacer el menor ruido posible.
No aspirar a grandes logros. Evitar realizar cualquier acto notable o llamativo. No aparecer en los libros de Historia. Ni siquiera intentarlo.
En ningún momento ser el héroe o el villano. Conformarse con ser un figurante más. Pasar desapercibido. Parecerse a todo lo que queda entre las estrellas. Ser lo que no importa. Ser como una sombra cuando se va la luz. Ser un grano de arena en el desierto.
No implicarse en nada. No discutir con nadie. No hablar de cosas trascendentes. Ante una pregunta difícil, responder con otra pregunta. Ante la duda, callar.
No bailar en las discotecas.
Evitar juzgar como buena o mala cualquier cosa o persona. Elegir el gris cuando tengas que elegir entre el negro y el blanco. Ser el gris.
No tener mascotas. No tener plantas.
Saludar a los vecinos cuando te los encuentras en el descansillo. No llamar la atención. No contestar a las encuestas. No aparecer bajo ninguna circunstancia en televisión. Negarte a tener tus quince minutos de fama.
Evitar la decepción. No tener esperanzas. Evitar enamorarse. Evitar formar una familia. No dejar descendencia que te pueda recordar.
Olvidar los sueños. Esperar con paciencia la demencia senil.
Envejecer sabiendo lo que ello supone. Caminar con resignación hacia el precipicio. Estar preparado para saltar en cualquier momento. Estar preparado para ver saltar a la gente de tu alrededor.
Dormir. Comer. Respirar. Sobrevivir. Hasta que la vida no suponga ninguna diferencia.
Y lo más importante de todo: no escribir. Nunca. Nada.
Morir.

sábado, 6 de octubre de 2012

Llamadas accidentales

Sucede de vez en cuando. Suena el teléfono en medio de un pesado tedio. En la pantalla aparece un número que no tengo en la agenda del móvil. Las posibilidades son infinitas en el breve espacio de tiempo que tardo en contestar con un vulgar: ¿diga? 
Hola, Alberto, soy un espía secreto y necesito tu ayuda, pero antes, sal inmediatamente de tu casa: va a explotar en breves instantes. ¡Corre!
Un familiar o un amigo ha fallecido y mi teléfono, por alguna indescifrable razón, estaba apuntado en un miserable papel arrugado que descansaba en el interior de su cartera.
O quizás es un amigo que hace tiempo di por muerto, que ha cambiado de número y quiere quedar para ponernos al día, cañas mediante. 
Contesta un gilipollas gastando una broma a un número de teléfono al azar.
Hola, Alberto, soy un psicópata que te está apuntando con un rifle francotirador y si cuelgas el teléfono estás muerto. A partir de ahora vas a hacer lo que te diga, ¿has entendido?
Un tipo con la voz ronca me explica que nunca debí aceptar aquellas condiciones y términos de uso sin haberlas leído.
¿Es usted Alberto? Nos ha costado mucho dar con su teléfono, la verdad. Somos de una editorial que usted seguramente desconoce. Estamos interesados en publicar las estupideces que escribe y pagarle por adelantado.
Hola, le habla Ana María de Orange, ¿es usted el propietario de la línea? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Al otro lado de la línea está una mujer que me pide por favor si soy tan amable de responder las preguntas de una encuesta muy breve y yo acabo cediendo porque en realidad no tengo nada mejor que hacer y no sé qué decir cuando me pregunta cuándo es la última vez que lloré. Ni siquiera entiendo el interés que puede tener esa mierda de encuesta.
Nadie contesta. Sólo se escucha la respiración de alguien al otro lado. Me cago de miedo y cuelgo. 
Nadie contesta. Sólo se escucha la respiración de alguien al otro lado. Dada la aparente timidez de mi interlocutor, aprovecho para romper el hielo contando un chiste malísimo.
Es alguien que conozco que se ha quedado sin batería en su móvil y me llama desde otro teléfono para decirme algo que no tiene mucha importancia. 
Sin dejarme posibilidad de réplica, el tipo del otro lado se pone a recitarme un poema que empieza diciendo algo sobre la nieve en el infierno.
Etcétera.

Sucede de vez en cuando. Suena el teléfono en medio de un pesado tedio. En la pantalla aparece un número que no tengo en la agenda del móvil. Contesto.
–¿Diga?
–Eh, ¿Ernesto?
–No, aquí no hay ningún Ernesto, se debe haber equivocado.
–Ah, vale. Perdón.
Cuelga.
Miro en silencio el teléfono, preocupado. Puede que ahora la casa de Ernesto esté explotando.