domingo, 12 de mayo de 2013

Precipitado

La tomé entre mis brazos y apreté su fina, finísima cintura. Mis dedos, a través de la suave tela negra, podían palpar las apófisis de sus huesos. Nos lanzamos en una especie de baile infernal en el que chocamos con pasión contra todo lo que encontramos en nuestro camino, provocando algún que otro desperfecto en el proceso. Yo no podía parar y, en el mismo momento en que ella se dispuso a desnudarme, me entretuve en deshacer el cordón anudado en torno a su cuello. Me susurró: "Eres mío, no lo olvides". El corazón se me paró unos segundos. El sudor. El temblor de los dedos. Mi menté se quedó en blanco. Desnudo, frente a ella, desaté por fin la capucha negra. Su capa cayó al suelo y la vi desnuda, blanca y radiante. Me mordí el labio inferior. No lo olvides, me dijo. La observé, absorto. Su esqueleto. Su calavera. Sus cuencas vacías. Su guadaña. 
Y sobre todo, su sonrisa. 
Y de pronto, el dolor en el pecho. El mareo. La tos. El corro de gente mirándome aquí, tirado en el suelo. La boca me sabe a sangre. Se escucha la sirena de una ambulancia acercándose. Una paloma vuela por encima de todos nosotros. Debe estar aproximadamente a la altura desde la que salté. No lo olvides, me dijo. Y me dejó vivir. Hay que ser hija de puta.