Estoy preparado para que en cualquier momento se escuche el crujido del muro de carga y todo se vaya al garete. O quizás creo que estoy preparado y esa falsa convicción es lo que me permite mantener el tipo: pagar las facturas todos los meses, comprar bienes de consumo, madrugar todos los días para ir al trabajo. Puede que la creencia en que estoy preparado para que llegue lo peor sea la que me permite actuar según la norma social, y que, entonces, cuando llegue el momento de la verdad, cuando rompan el séptimo sello y el director grite "¡Corten!", cuando deje de sonar la música y enciendan las luces de este pub, me descubra ebrio e indefenso, incapaz, torpe y fraudulento, estafándome a mí mismo: yo traicionado por un incompetente que se esconde en los espejos. Pero por ahora no hay de qué preocuparse, queda mucho hasta entonces (o eso quiero creer) y el rayo aún no ha alcanzado el tronco del árbol. Ahora suena la banda sonora de la vida, y eso no es bastante ni mucho, eso es todo. No creo en edificios imaginarios después de la demolición. Hubo un tiempo en el que yo creí que se podía salvar algo escribiendo. Pensaba que dejar atrás un puñado de páginas garabateadas podría ser algo más trascendente que dejar un montón de objetos abandonados y devorados por los herederos del finado. Ya puestos a dedicarse a hacer algo que durara más que la vida (una vez confirmé que la gente que reza también se muere), me dediqué a creer en la literatura. La Vida Eterna en tu estantería: edición de tapa dura o de bolsillo, tú eliges. Hemos talado muy pocos árboles para que este hombre perdure un poquito más en el tiempo. Los árboles y los hombres son biodegradables. Las palabras son para siempre. O eso pensaba yo. Pero las palabras se olvidan, son como tungsteno iridiscente: alumbran y dan calor sólo por un tiempo. Llega un momento en que la bombilla se funde y, por mucho que aprietes el interruptor, no vas a volver a sentir esa misma luz, ese mismo calor. Eso sí, puede que no sientas el mismo calor, pero si las tuviste lo suficientemente cerca de ti, tendrás una cicatriz de recuerdo. Las palabras no son para siempre. Sus consecuencias sí que lo son. Una vez, un profesor que tuve en el colegio escogió mi redacción como la mejor de la clase. Dijo que era capaz de mantener el interés del lector sin llegar a decir nada en ningún momento. El muy gilipollas probablemente tenía razón.