El pasaje del libro que estoy leyendo es lo suficientemente absorbente como para que me olvide de que estoy en este bus camino del trabajo. Que le den a la realidad. Ni siquiera me doy cuenta cuando la persona que va sentada a mi lado se levanta y baja donde supongo que debe bajarse. La historia que se despliega ante mis ojos es de lo más interesante, desde luego es mucho mejor que lo que me rodea; todas esas caras somnolientas, todos esos cuerpos que se mueven automáticamente, zombis de las 8 a.m., atrapados en una vida que consiste en meterse en este atasco todos los días a esta misma hora: coches, motos, bicis y autobuses en una comparsa de cadáveres cafeinómanos, hormigas atareadas en ir y venir, ir y venir, ir y venir. El chico que conduce el coche que queda a mi izquierda se mete el dedo en la nariz, aprovechando el semáforo en rojo, pero yo no le presto atención. En este estado en el que estoy aquí no me entero de nada de lo que ocurre a mi alrededor, pero no importa: mi cuerpo tiene interiorizado el tiempo de este trayecto, las curvas y acelerones que se repiten día tras día y así es como soy capaz de levantar la mirada instantes antes de llegar a mi destino, el tiempo justo para volver a esta mierda de mundo, volver a ser consciente de la red invisible de la rutina que cae por encima de mi cuerpo y que me arrastra a los mismos sitios cinco días a la semana, los hilos de marioneta que tiran de mis extremidades cuando aprieto el botón rojo para bajarme de este bus. Sueño con saltar por la puerta hacia la calle helada y aparecer abducido en otro planeta. Sueño con levantar la mirada del libro y no saber dónde estoy: sueño que el autobús ha desaparecido y en realidad estoy en un tanque intergaláctico que forma parte de una avanzadilla para conquistar un nuevo planeta. Cuando vuelvo la mirada hacia el libro, lo que tengo agarrado con fuerza entre las manos es un rifle futurista. Sueño cualquier cosa con tal de no estar aquí. Sueño tanto que no me doy cuenta de que la persona que se ha bajado hace un par de paradas se ha olvidado la mochila a mi lado. Sueño mientras un artefacto explosivo detona en el interior de la mochila y la metralla sale disparada en todas direcciones y hace jirones la red invisible, hace trizas los hilos de las marionetas, hace jirones las ropas y astillas la madera. A través de la violencia del estallido se escapan un montón de fragmentos irreconocibles, ahí salen despedidos entre las llamas los futuros truncados de los pasajeros, los cachitos humeantes que antes formaban parte de sus respectivos individuos. Sin embargo yo no me doy cuenta de nada. Yo sigo leyendo cuando a escasos centímetros de mi cuerpo tiene lugar la deflagración, yo sigo soñando cuando mis manos y mis ojos son lo único que me mantiene vivo, unidos al libro que me tiene tan entretenido, lo suficientemente entretenido como para no levantar la mirada a pesar del fogonazo, aquí, en mi vida de lunes a viernes, soñando con levantar la mirada y que no haya bus, que no haya trabajo, que haya otra cosa, que haya algo mejor. Sueño que levanto la mirada del libro y que mis sueños se han hecho realidad.
sábado, 13 de diciembre de 2014
lunes, 8 de diciembre de 2014
DEP
No quiero que tengáis esperanza.
Quiero que perdáis lo último que se pierde antes de que perdáis todo lo demás.
Prended fuego a la imaginación. Pegadle un tiro en la nuca a la ilusión. Caminad sin mirar hacia el horizonte. Sin destino, salvo por el peaje obligatorio antes de subir a la barca de Caronte.
No importa cómo, cuándo ni por qué, pero llegará ese momento en que lo mejor que uno puede hacer es descomponerse. Ese momento en que los que quedan (si es que queda alguien, claro está) pagan dinero para que te maquillen y metan en una bonita caja barnizada, pagan porque salga tu nombre en el periódico, pagan dinero por unas flores que no puedes ver, pagan a un clérigo que no te conoce de nada para que hable de ti, pagan al mismo clérigo para que hable de cosas inventadas en el mismo ritual, para que amenace con esas cosas inventadas a todos aquellos que no obedezcan sus reglas inventadas.
Por eso también quiero que perdáis el miedo.
Pero no el miedo a morir: no me atrevería a pediros tal cosa. Lo que quiero que perdáis es el miedo al infierno, el miedo a lo que habrá detrás de la puerta. Quiero que miréis a vuestro alrededor y que hagáis lo que os parezca correcto, pero no porque haya alguien que os vaya a castigar. No quiero que ser buena persona os resulte algo tan sencillo como obedecer, quiero que os comportéis como buenas personas si es que de verdad lo sois. Quiero que sea tan difícil como tomar una decisión sin coacción alguna. Quiero que demostréis vuestro verdadero rostro.
Y por eso quiero que perdáis la esperanza: la esperanza en el más allá, la esperanza en una recompensa. Por eso quiero que queméis la imaginación, que dejéis de inventaros paraísos, vírgenes y querubines; por eso quiero que asesinéis a la ilusión.
Para que así dejéis de fingir de una puta vez.
Y así podamos, de una vez por todas, descansar en paz.
Etiquetas:
depresiones,
mundo personal
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