Los seres humanos no tienen tiempo de mirar al cielo. Su trabajo es aquí y ahora, en la tierra. A ella dedican sus esfuerzos, aquí pasan un día tras otro en aquello que llaman «rutina». Es a ellos a quienes pertenece este momento, la satisfacción de ver cómo el esfuerzo diario opera una transformación en el entorno. Cogen sus herramientas de trabajo y se afanan en utilizarlas. Cada uno se esmera en su oficio, cada uno opera en su pequeña parcela, dentro de este inmenso campo que nos ha sido otorgado por azar. El sudor de sus quehaceres riega el terreno sobre el que clavan sus azadas, el terreno en el que hunden sus palas momentos antes de hacer volar sobre sus cabezas aquellos pedazos de suelo que son arrancados. Hombres y mujeres trabajan, jornada tras jornada, palada tras palada, hasta que se pone el sol y el frío se clava en los huesos. Entonces acuden a sus hogares, duermen en sus cómodas camas y reponen las fuerzas necesarias para poder seguir en su empeño. Así se levantan y vuelven una y otra vez a repetir la bendita rutina que da sentido a sus vidas. ¿Por qué no hacerlo? Así es como llegan sin darse cuenta a la vejez. Un día acaban despertando, sintiéndose quizás demasiado cansados, preguntándose si es que habrá que cambiar el colchón. En cualquier caso, de igual forma acaban por arrastrar sus músculos desgastados hasta el punto en el que han desarrollado su obra. Vuelven a tomar sus herramientas. Pero están tan agotados que apenas pueden continuar con la tarea. Y se rinden. Quizás lloran de desesperanza. Al poco miran con un cansancio eterno al suelo, a su suelo. Y entonces su gesto se vuelve alegre, sus facciones arrugadas sonríen. Los cuerpos fatigados se sienten agradecidos. Y se dejan caer felices. Al parecer alguien se ha tomado la molestia de cavar un enorme agujero en el que descansar.