miércoles, 4 de mayo de 2016

Lepisma saccharina

Es dura la vida en la rendija. Pero a fin de cuentas es la única vida que conozco: la nocturnidad y las pequeñas razias, a veces sin destino, pisando las frías baldosas del baño. El hacerse uno con el encolado cuando se es sorprendido por la dolorosa luz de los halógenos, como un camaleón. Esperando el momento propicio para escabullirse, para colarse por debajo del mueble del fregadero y escapar. A dónde no sé. A dónde no importa. No soy de respuestas. Soy más de instintos: la evolución pasó a mi lado y me dejó atrás. Se olvidó de mí. Pero yo no me he olvidado de sobrevivir. He hecho mi hogar en los lugares húmedos y en las tinieblas, en las cañerías oxidadas que no veis. En ese lugar al margen de la sociedad, donde he podido seguir a mis anchas. Quizás porque me conformo con poco: lo que os sobre me servirá. Los restos que dejáis de vuestros cuerpos en el suelo. Caspa. Pelos. Dejadme vuestras fotos antiguas. De esas impresas. Los libros que ya no leéis y se acumulan en vuestras estanterías. Servídmelos en una bandeja de plata, como mi piel. En sacrificio a lo que debería ser Dios, y que yo puedo reemplazar. No os hace falta hoguera de San Juan, me tenéis a mí.
Salgo así de mi escondite en busca de aquello que hayáis olvidado. Otra noche detrás de un pequeño bocado de vuestro pasado. Son las 3 de la madrugada. No es que en realidad sepa qué hora es pero lo digo porque es un dato que seguramente vosotros entenderéis. Recorro el borde de la bañera. No me gusta separarme. Manías adquiridas, así es el cuento de todas las excursiones. Mi cuerpo de lágrima se desliza por los azulejos. Mi objetivo: sobrevivir. ¿Para qué? No lo sé. Pero nunca me lo he preguntado. Quizás esa es la clave: no preguntar. Al final puede que tengáis cosas que aprender de los pececillos de plata, vosotros, seres supuestamente superiores. Por el camino degusto pequeñas partículas que voy encontrándome por el camino. Algunas fueron parte de tu cuerpo, de tu piel. Ahora son parte del mío. El ciclo de la vida. La entropía. Cosas en las que vosotros pensáis y que yo simplemente experimento. Comer. Producir espermatóforos. Seguir adelante con la vida. De eso va este juego. Confiado en mi soledad, me alejo del borde de la bañera. De pronto, todo estalla. Idiota. Los halógenos. La puerta se abre bruscamente. No. No deberías estar aquí. Sorprendido, hago lo que mejor sé hacer. No molestar. Me camuflo con un movimiento rápido en la rendija entre los baldosas. Y espero. Es dura la vida en la rendija. Pero es la única que conozco. No sé cómo funciona mi cabeza, pero al poco tiempo algo me dice que ya puedo huir. Hacia la bañera. Rumbo a la sombra. Lejos del embaldosado. Furtivo, emprendo mi huida desesperada. Corro. Yo no sé nada de ti. No sé que igual tomaste alguna cerveza de más la noche pasada. Y que por eso ahora, de madrugada, te meas. No sé que lo más inteligente es esperar y que así no llamaré tu atención. No sé lo que significa «inteligente». Tampoco es que me importe. Da igual, porque te percatas de mi presencia y ya es demasiado tarde para alcanzar la salvación, es demasiado tarde para escapar, para intentar seguir con el plan (¿qué plan?), y todo acaba cuando una pantufla polvorienta desciende sobre mí.

Epílogo.
Justo antes de morir me digo: la próxima vez será distinto.
No te rías de mí: yo no sabía que habría un después de la vida. Yo no sabía que después no habría nada más. Yo qué iba a saber.