Tenía cinco años la primera vez que la vi. Era un día soleado. Iba caminando de la mano de mi madre, pero al verla a lo lejos me detuve, la señalé y le pregunté a mi madre que quién era esa señora. Mi madre se limitó a decirme que señalar a la gente era de mala educación.
Esa es la metáfora. En realidad no recuerdo la edad exacta que tenía cuando la vi por primera vez. Tampoco es verdad que la viera por la calle. La verdad es que la vi dentro de mi cabeza, aunque no del todo definida, era más bien un atisbo, una sombra, que una imagen clara.
Pero lo que sí es verdad es que era un día soleado y que iba por la calle con mi madre. Y, aunque no la señalé, sí que le pregunté por ella.
—¿Qué ocurre cuando se muere? —No estoy seguro de si estas fueron mis palabras exactas, quizás (probablemente) fueron mucho más torpes.
Mi madre se limitó a ser sincera. Me dijo que al morir uno deja de vivir, que ya no se está más. O al menos eso es lo que recuerdo: una confirmación de mis más temidas sospechas.
La figura se giró y me saludó con la mano, antes de desaparecer calle abajo.
Así es cómo pasé de intuir a duras penas su presencia a verla en todo su esplendor terrorífico.
Me olvidé de ella un tiempo. Me dediqué a los quehaceres cotidianos, a los juegos, a vivir el momento concreto en el que estaba. Pero una noche, antes de que pudiera conciliar el sueño, ella volvió. Se apoyaba en el quicio de la puerta, su silueta recortada contra la luz que venía del fondo del pasillo donde mis padres veían la televisión. Es entonces cuando recordé la respuesta de mi madre y tuve miedo de cerrar los ojos y no poder volver a abrirlos.
En esta tesitura hice lo que cualquier niño educado en la fe cristiana hubiera hecho en mi situación: rezar. Recé, paralizado de terror, mientras ella me miraba en silencio. Y le pedí a Dios que, por favor, cuando llegara el momento, me enterase de todo. Quería estar consciente. Sentirlo todo. El dolor, da igual. No quería dejar de ser.
Ella sonreía mientras yo lloraba, podía sentirlo a pesar de la sombra que le cubría la cara.
Me acabé durmiendo de puro agotamiento.
En ese momento no lo sabía, pero la verdad es que en aquellos momentos no rezaba a Dios. En realidad era a ella a quien iba dirigida mi plegaria.
Las cosas después no fueron a mejor. Mi adolescencia consistió en dos manos enormes que metieron sus dedos enguantados en el agujerito que ella me había hecho en el pecho para luego tirar de los bordes en direcciones opuestas.
Y el agujero se convirtió en un abismo.
Sobreviví aferrado a la rutina como un náufrago agarrado a una tabla a la deriva. Eso me permitió superar los días, pero la noches eran otra cosa. Ella venía a visitarme a diario y ya no se limitaba a saludar de lejos o a mirarme desde el pasillo. Entraba a mi cuarto y se metía conmigo en la cama. Me abrazaba mientras yo me limitaba a temblar y a llorar. Su aliento apestaba.
En esa época confundí la desesperación que sentía con amor no correspondido. Y esa desesperación que yo llamaba desamor fue la que, paradójicamente, me ayudó a encontrar mi primer gran amor.
El alcohol.
Las borracheras pasaron a ser las olas que me arrastraban de un lado para otro mientras yo seguía agarrado a mi tabla.
En el vaivén de las olas me acostumbré a su presencia y ella, poco a poco, dejó de visitarme.
Una mañana desperté en una playa a la que la marea me había arrastrado. Escupí agua de mar sobre la arena y me puse de pie para contemplar los alrededores. Había sobrevivido al naufragio. Habían pasado años, pero lo había conseguido. Me puse en camino, eso sí, sin atreverme a soltar mi tabla de salvación. Ahora era un adulto. Un puto adulto.
Llegado este momento tengo que hablar brevemente de mi amor.
La primera vez que vi a mi amor estaba siendo revolcado por el oleaje. Así que no fue hasta el instante en que pisé tierra firme que me atreví a invitarla a tomar algo.
Ella se pidió un destornillador.
Le pregunté si aquello era una cita. Yo deseé que así fuera. Ella también. Por tanto, fue una cita, nuestra primera cita.
Eso fue hace once años. Y desde entonces no he tenido muchas noticias de mi antigua visitante nocturna.
Hay quien la llama muerte y hay quien la llama depresión. Yo nunca he sabido su verdadero nombre y ella nunca me lo dijo cuando me echaba el aliento en la cara. Desearía no volver a verla nunca más, pero sé que este afán es algo pueril: nuestros caminos volverán a cruzarse. Eso sí, la próxima vez que nos encontremos ya no tendré miedo. Ya no. He sobrevivido a un naufragio.
La próxima vez la saludaré como se saludan los viejos amigos.