martes, 23 de febrero de 2010

Herencia

Habían pasado muchos años desde la última vez que cogí prestado un libro en la biblioteca, por lo que tuve que renovar mi carné y estuve un buen rato perdido por sus estanterías hasta que logré localizar la sección de novela. Se me había acabado la herencia que me dejó mi padre al fallecer y ya no podía seguir degustando libros a golpe de cartera, asaltando librerías, una tras otra, billetes, monedas, tarjetas de crédito desfilaban rápido por entre los dedos y yo volvía a casa con nuevas capturas, libros recién editados, estrenos, reediciones de clásicos, todo aquello bien brillante, todo aquel síndrome de Diógenes literario que estaba a punto de sepultarme bajo toneladas de papel impreso. Pero sólo estuvo a punto. Hasta que se me acabó la guita.

Y ahí estaba yo, me había decidido por un ejemplar de Proust no muy maltratado por el manoseo público y el paso de los años, y avanzaba triunfante hacia el mostrador. Dejé el libro en la mesa, enseñé mi carné nuevo y el tipo que me atendió frunció el ceño mirando la pantalla del ordenador:
—Tiene una multa de varios años hasta que no devuelva el libro que tiene en préstamo.
—¿Perdón? Eso es imposible.
—Aquí figura que heredó un préstamo de su padre a causa de su fallecimiento.
—¿Cómo? —noticias nuevas.
—Su padre tenía en su haber un libro de esta biblioteca en el momento de su muerte, por lo que usted heredó, como primogénito todavía vivo, el préstamo y lo que ello conlleva.
—Pero, entonces, eso pasó hace seis años y pico...
—Por eso tiene una multa de dimensiones extraordinarias y no puedo permitirle llevarse ese libro hasta que devuelva el que su padre cogió.
—Pero si no sé dónde está ese libro, ¡ni siquiera sé qué libro es!
—Es una edición antigua de Alicia en el país de las maravillas —me contestó mirando a la pantalla.
Suspiré. Dejé a Proust en la mesa de la entrada y me fui de allí mascullando qué sé yo: tenía ganas de matar a mi padre, lo cual era, por otro lado, imposible.

Al día siguiente fui a ver a mi madre. La pobre no está muy bien de la vista y cuando aparecí por casa (tengo una copia de las llaves de su casa, por si algún día le pasara algo), levantó el bastón contra mí y gritó que me fuera antes de que llamara a la policía. Soy yo, mamá. Oh, perdona, no te había reconocido con ese abrigo, no es el de siempre. Sí que lo es, mamá.

Mi madre no tenía ni idea de lo del libro pero me dejó buscar a placer por todo el piso. Mientras repasaba una estantería en la que no había más que enciclopedias y atlas me paré a pensar en que la herencia de mi padre me permitió comprar todos los libros que quise durante seis años pero, paradójicamente, me iba a impedir sacar ni un solo libro de la biblioteca. En cierto momento se me cayó un trofeo, que estaba hábilmente puesto delante de una biografía de Juan Carlos I, sobre el pie. Mientras me cagaba en la puta de oros y me agachaba para recoger aquello (el trofeo y los trozos que quedaran de mi pie dolorido), mi mirada pasó por una hoja que sobresalía entre dos novelas policíacas de poca monta. Era un sobre que ponía, sorprendentemente: Para Mi Nombre. Cuando digo Mi Nombre me refiero a que estaba escrito mi nombre, pero por razones de privacidad prefiero omitirlo de mi relato, que, a fin de cuentas, es lo que importa. Lo abrí y allí, en aquella vieja conocida caligrafía paterna, se me decía, entre otras cosas, que a buenas horas mangas verdes, que si quería conseguir el libro él había mandado que lo enterrasen con él, que parece mentira que yo sea su hijo y que no me haya dado cuenta de que antes de cerrar el ataúd estaba el libro con él y después se despedía mofándose un poco más de mí. El muy cabrón parece que hubiera escrito eso después de morir.

Me despedí de mi madre, no sin antes coger un trozo del pastel que tenía en el frigo, y, mientras volvía a mi casa, me preguntaba no sólo qué clase de maquiavélica mente tenía mi padre sino también si realmente cogía libros en la biblioteca, no ya para leerlos, sino, simple y llanamente, para joderme, sólo para joderme.

Comprobé su última voluntad y, efectivamente, allí figuraba que quería ser enterrado con aquel libro que estuviera leyendo en ese momento. Por supuesto, mi madre no se acordaría, la pobre, pero ya me lo imagino yo: en su mesilla de noche tendría prudentemente siempre un libro de la biblioteca, como si lo estuviera viendo. Bueno, si quería jugar a esto, jugaremos, dije en voz alta.

Así que aquí estoy, colándome a hurtadillas esta noche en el mausoleo familiar, como un ratero de mala muerte, como una miserable rata, avanzo entre las lápidas del cementerio con un pico y una pala, como un puto necrofílico, joder, qué asco, abro la puerta del mausoleo y pienso en que podría ser una gran broma, que puede haber un montón de gente esperándome para decirme que es una cámara oculta, una fiesta sorpresa, que ahí detrás puede estar mi padre fumando un cigarrillo con toda la calma del mundo, sentado encima de su propia tumba dispuesto a echarse a reír, a mearse de risa sobre su propia tumba al verme entrar como un minero acojonado en busca de un libro de mierda, pero entro y no hay más que frío y silencio, y ahí está la lápida: Su Nombre y Apellidos (Año De Nacimiento - Año De Defunción). No cabe duda, es mi padre o lo que queda de él lo que está ahí dentro y empiezo a picar, me tiro un buen rato, no sé cuánto, no llevo reloj, hasta que veo el inicio del ataúd, su madera, ya agrietada y que no tiene nada que ver con aquel día del funeral, el olor es pestilente, huele a cerrado y a podredumbre, pero lo soporto y meto la mano, y allí, entre restos de carne digerida, algún nematodo que se desliza, o un hueso que se dibuja a través de la tela del traje, encuentro algo que parece un libro, que puede ser un libro al tacto, y estiro el brazo todo lo que puedo, y logro sacarlo. En la primera página, a mano, está escrito: para que reconstruyas mi ataúd, pedazo de idiota. No es Alicia en el país de las maravillas. Es un libro sobre ebanistería.

2 comentarios:

Yago Galleta dijo...

Jajaja, soberbio!

Andrómeda dijo...

Me has arrancado la primera risa del día (es triste, lo sé).