miércoles, 28 de julio de 2010

Narciso

Ignorado y vilipendiado a partes iguales por sus compañeros de trabajo, el hombre del telescopio acabó finalmente solo. Por las noches miraba hacia los astros, los catalogaba y apuntaba sus coordenadas con absoluta minuciosidad. Acto seguido calculaba sus trayectorias, pronosticaba algún que otro suceso cósmico y, en definitiva, añadía una pequeña pieza más en la gran ecuación del universo conocido. El hombre del telescopio miraba embelesado las fórmulas sobre el cosmos, pensando en alguna Ley Científica que unificara ese caos deslavazado de datos sin rumbo, a modo de magma envolvente, una Ley definitiva que explicara lo encontrado y, aún más, todo aquello que estuviera por encontrar. La masilla que unificara todo lo que él había registrado a lo largo de los años. En estos trances el hombre del telescopio acababa por dormirse sobre los papeles de trabajo a causa del cansancio y soñaba con números e incógnitas. A veces se despertaba agitado y no lograba volver a conciliar el sueño: pensaba en que las galaxias, las estrellas, no eran más que una foto de lo que ya había pasado. La luz llegaba con tanto retraso a la Tierra, que llegaba a concluir que en realidad no ejercía de astrónomo. Que sólo era un simple historiador de algo que no le importaba a nadie. Que, si acaso al final lograra encontrar la dichosa Ley Unificadora, ésta podría ser nada más que una Ley ya caducada. El hombre del telescopio se había quedado solo y sentía que aquello en lo que trabajaba no tenía el más mínimo futuro. El hombre del telescopio se sentía como un hombre con un apéndice de metal inservible, un apéndice absurdo que se elevaba todas las noches hacia el vacío como el perro semihundido de Goya, un apéndice idiota que, paradójicamente, era la única razón de su existencia.

Una noche, durante sus observaciones rutinarias del firmamento, explorando un cuadrante del espacio sobre el que no había nada en las anotaciones, el hombre del telescopio no pudo anotar nada en el cuaderno. A través de las incontables lentes de aumento de su falo astronómico observó lo que parecía ser, simple y llanamente, un espejo. Sí, un puto espejo. Un espejo flotando en medio del cosmos sin razón alguna, situado en el ángulo exacto, preciso, totalmente improbable e ilógico en el que se reflejaba la imagen de él mismo, proyectada desde la Tierra años antes. Y se veía a sí mismo, joven, ilusionado, después de haber renunciado a sus amistades por un sueño cósmico, en su silla habitual, ahora ya desgastada, mirando y apuntando con ilusión, y era tal la fascinación, que no pudo moverse, no pudo dejar de mirarse a sí mismo, apuntando la posición de tal o cual asteroide, sonriendo al hallar un nuevo cuerpo celeste, y verse envejeciendo, noche tras noche, en aquel mismo sitio, se veía a sí mismo a través de los años de distancia, como un Narciso interestelar, se veía a sí mismo encaneciendo, quedándose calvo, arrugándose, perdiendo el brillo en los ojos, cambiando el rictus de su gesto, por uno cada vez más sombrío, más apagado, y entonces ver, como si fuera una premonición, cómo acaba, una noche cualquiera, por enfocar hacia el espejo, quedando absorto, sin poder anotar nada, nunca más.

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