domingo, 14 de marzo de 2010

Ellos nunca lo harían

Por aquella época no leía: me tragaba los libros. Eso implicaba aceptar la resaca de la lectura, el sabor a celulosa y a tinta pegado en el paladar, el dolor estomacal que no cedía por mucho bicarbonato que uno se tomase, y con ello apareció el mal carácter que se le pone a uno cuando está enfermo, que es como un odio sordo hacia todo aquello que está sano, impoluto, una nausea contra la salud, mi pequeña revolución de leprosería.

Después empecé a vomitar, sólo pensar en literatura me daba arcadas, y el único efecto que se produjo, a fin de cuentas, era un collage con todas aquellas páginas empapadas en jugo gástrico, una suerte de plagio desordenado de todo aquello previamente ingerido. Vomitaba por todas partes. A veces surgía en la ducha, en forma de cuento que salía a borbotones y resbalaba por mi piel hacia el desagüe, y yo lo recogía, lo abrazaba contra mi pecho, lo secaba y le ponía un título. Seguidamente lo exhibía entre mis amistades y familiares (los cuales lo miraban con una mezcla de asombro y espanto), lo sacaba de paseo, con la correa bien atada entre párrafo y párrafo. Los demás dueños de cuentos nos miraban con desprecio, decían: vaya ejemplar más pretencioso, y se dedicaban a ignorarme, me decían con sorna que lo presentara a concurso. Pero yo me negaba, les explicaba, quizás por excusa para no parecer un miedica, que nunca he creído en la belleza facticia de los concursos de cuentos, en el peinado meticuloso del cuento, en echarle el perfume adecuado, en hacer que sortee los obstáculos con elegancia. Yo no modificaba mis cuentos, según salían, así los dejaba: monstruosos, deformes, abigarrados. En verdad, ¿quién era yo para modificar lo que salía de mis intestinos? Así que, en parte porque era consciente de las taras de mi producción biliar, me limitaba a recogerlos y a amontonarlos, de manera un tanto anárquica, y les quitaba el polvo y les daba de comer. De esa manera logré juntar suficientes como para hacer un volumen, un museo de los horrores lo suficientemente grande como para encuadernarlo y abandonarlo en cualquier estantería ajena. Cogí el coche y, en el baño de una gasolinera de las afueras, los dejé a la buena de Dios.

Ese fue el primero de una lista de abandonos que se hace cada vez más grande. Pero ahora sé que los cuentos abandonados aullan por la noche, o acaso sueño yo que aullan, y el caso es que me despierto y acabo mirando por la ventana preocupado, ojeroso. De esta guisa pienso en recuperarlos y pedirles disculpas personalmente. Pienso en las decenas, cientos de obras cabreadas que he ido abandonando con el paso del tiempo en los rincones más recónditos y tenebrosos: novelas inacabadas enterradas en medio de la pila de originales de un editor demasiado ocupado, impresos y fotocopias de hojas sueltas, de poemas, ensayos sobre la metafísica occidental, cartas de amor en el cajón de alguna chica desafortunada, cartas al director en el contenedor de reciclaje, frases ingeniosas dentro de aviones de papel que reposan en el suelo de una cafetería, aviones que alguien recoge y que, por curiosidad, o no se sabe bien por qué, ese alguien deshace en sus pliegues básicos, estira y después lee, lee aterrorizado, justo antes de gritar.

3 comentarios:

Andrómeda dijo...

Lo malo es que siempre lo hacen. El error es pensar que eres tú quien los abandonas y no ellos quienes se independizan solos y se marchan con los primeros ojos dispuestos a interpretarlos.

Unknown dijo...

El abandono es mutuo.

Ellos te dejan porque necesitan vivir su propia vida. Tu les vas dejando porque no puedes prestar atención ya que siempre hay nuevos textos que parir, mimar y alimentar.

Es lo natural. El ciclo de la vida. (Y nadie que se haya enfrentado a el ha salido airoso)

Nova Persei dijo...

A mi me gusta escribir en papel, porque es celulosa y semidigerible y así cuando escribo mierda me puedo comer con patatas fritas del Dia lo que he escrito.

Polvo eres y en polvo te convertirás.


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