Vale, cara. Eso fue exactamente, palabra por palabra, lo que dijo: vale, cara. Y salió cruz. Supusimos que así era más justo. Porque si ya nos íbamos a entregar a la suerte, sobre todo a la mala suerte, ¿qué mejor que hacer que absolutamente todo lo que sucediera después dependiera de algo tan aleatorio como una moneda que da vueltas en el aire, cae en una palma y es dada la vuelta contra el dorso de la mano contralateral?
Pues ha salido cruz, dije yo. Él me miró. Dijo: un momento, si ganas tú, qué significa, que te toca a ti o a mí. A ti, le dije. No estoy de acuerdo, dijo él, si sale lo que tú has elegido deberías ser tú el que pringue primero. Si sale lo que yo he elegido, le repliqué, yo elijo a quién le toca porque he ganado. Eso no puede ser así, me insistió, porque eso podría implicar que tanto tú como yo vamos a elegir que me toca a mí y no tendría ningún sentido echarlo a suertes, porque en ese caso estaríamos de acuerdo. Vale, respondí, pero yo entiendo que si me lo discutes es porque tú no quieres empezar, es porque no estamos de acuerdo, y por eso si te digo que te toca, te toca, amigo. Lo siento, colega.
Se quedó callado, cogió el revolver y giró el tambor. Una bala, seis oportunidades. Y qué hago, dijo tras cerrar la pistola, ¿te disparo a ti o a mí? A ti mismo, imbécil, le respondí, si te toca la bala no quiero que esto parezca un asesinato, ¿entiendes? Tiene que simular un suicidio. Él me respondió que todos estos detalles teníamos que haberlos hablado antes, que teníamos que haberlo consensuado mucho antes, incluso antes de agenciarnos el arma, que él no estaba preparado para lo que fuera a pasar. Y no me refiero a que yo me muera, añadió: también verte cómo te pegas un tiro en la sien puede que no sepa soportarlo. Yo miré hacia el dinero sobre la mesa. Dije: mira, los dos estamos de acuerdo en una cosa, al menos una: nuestras vidas no pueden seguir así. Por eso estamos haciendo esto, aquí y ahora, por todo ese dinero como única salida, para empezar de cero, ya sabes, para empezar uno de los dos debería morir. ¡No me lo creo!, gritó él, agitando el arma de una manera tan peligrosa que me hizo desear que fuera yo el que la tuviera: ¡no lo creo! ¡Podemos hacerlo juntos, empezar de cero juntos, cada uno con la mitad de la pasta! Yo le miré en silencio. Él lo entendió. Temblando, posó el cañón en la sien, apretó el gatillo, sonó: click.
Él jadeaba. Me pasó el revolver. Tu turno, dijo. No lo pensé, me dije: no tienes que pensarlo, sólo hazlo. Imité su gesto anterior. Apreté el gatillo. Sonó: click.
Su cara cambió de color. Quedan, como mucho, cuatro intentos más, le dije cuando le pasé el arma. Cada vez más pálido, realizó el ritual. Vi cómo una gota de sudor bordeaba el lugar donde podría detonar su cráneo. Click.
Mi turno. Esta vez estaba asustado de verdad. Apreté el gatillo. Click. Otra vez.
Ahora es su turno. Sólo quedan dos oportunidades. Si falla, la bala me espera a mí. Tiene un 50% de posibilidades de sobrevivir. Si lo consigue, yo tendría un 0%. Aprieta el gatillo. Click.
Me mira. Dice: lo siento, tío. Yo digo, mientras empiezo a llorar: no es justo, la gracia de la ruleta rusa es que no sabes si vas a morir. Si estás seguro al cien por cien de que te vas a pegar un tiro, ¿qué sentido tiene? Es un simple suicidio. Y yo no he venido a suicidarme. Por favor, gira el tambor, te lo suplico, por favor, dame otra oportunidad. Me derrumbo, del miedo me caigo de rodillas, la manos detienen mi caída definitiva. Noto el metal detenerse, apoyarse, en mi cabeza. Escucho tres palabras: lo siento, colega. Después no escucho nada más.
Pues ha salido cruz, dije yo. Él me miró. Dijo: un momento, si ganas tú, qué significa, que te toca a ti o a mí. A ti, le dije. No estoy de acuerdo, dijo él, si sale lo que tú has elegido deberías ser tú el que pringue primero. Si sale lo que yo he elegido, le repliqué, yo elijo a quién le toca porque he ganado. Eso no puede ser así, me insistió, porque eso podría implicar que tanto tú como yo vamos a elegir que me toca a mí y no tendría ningún sentido echarlo a suertes, porque en ese caso estaríamos de acuerdo. Vale, respondí, pero yo entiendo que si me lo discutes es porque tú no quieres empezar, es porque no estamos de acuerdo, y por eso si te digo que te toca, te toca, amigo. Lo siento, colega.
Se quedó callado, cogió el revolver y giró el tambor. Una bala, seis oportunidades. Y qué hago, dijo tras cerrar la pistola, ¿te disparo a ti o a mí? A ti mismo, imbécil, le respondí, si te toca la bala no quiero que esto parezca un asesinato, ¿entiendes? Tiene que simular un suicidio. Él me respondió que todos estos detalles teníamos que haberlos hablado antes, que teníamos que haberlo consensuado mucho antes, incluso antes de agenciarnos el arma, que él no estaba preparado para lo que fuera a pasar. Y no me refiero a que yo me muera, añadió: también verte cómo te pegas un tiro en la sien puede que no sepa soportarlo. Yo miré hacia el dinero sobre la mesa. Dije: mira, los dos estamos de acuerdo en una cosa, al menos una: nuestras vidas no pueden seguir así. Por eso estamos haciendo esto, aquí y ahora, por todo ese dinero como única salida, para empezar de cero, ya sabes, para empezar uno de los dos debería morir. ¡No me lo creo!, gritó él, agitando el arma de una manera tan peligrosa que me hizo desear que fuera yo el que la tuviera: ¡no lo creo! ¡Podemos hacerlo juntos, empezar de cero juntos, cada uno con la mitad de la pasta! Yo le miré en silencio. Él lo entendió. Temblando, posó el cañón en la sien, apretó el gatillo, sonó: click.
Él jadeaba. Me pasó el revolver. Tu turno, dijo. No lo pensé, me dije: no tienes que pensarlo, sólo hazlo. Imité su gesto anterior. Apreté el gatillo. Sonó: click.
Su cara cambió de color. Quedan, como mucho, cuatro intentos más, le dije cuando le pasé el arma. Cada vez más pálido, realizó el ritual. Vi cómo una gota de sudor bordeaba el lugar donde podría detonar su cráneo. Click.
Mi turno. Esta vez estaba asustado de verdad. Apreté el gatillo. Click. Otra vez.
Ahora es su turno. Sólo quedan dos oportunidades. Si falla, la bala me espera a mí. Tiene un 50% de posibilidades de sobrevivir. Si lo consigue, yo tendría un 0%. Aprieta el gatillo. Click.
Me mira. Dice: lo siento, tío. Yo digo, mientras empiezo a llorar: no es justo, la gracia de la ruleta rusa es que no sabes si vas a morir. Si estás seguro al cien por cien de que te vas a pegar un tiro, ¿qué sentido tiene? Es un simple suicidio. Y yo no he venido a suicidarme. Por favor, gira el tambor, te lo suplico, por favor, dame otra oportunidad. Me derrumbo, del miedo me caigo de rodillas, la manos detienen mi caída definitiva. Noto el metal detenerse, apoyarse, en mi cabeza. Escucho tres palabras: lo siento, colega. Después no escucho nada más.
1 comentario:
¿Dónde están los gatitos envenenados cuando uno los necesita? Aunque la Señorita Muerte, ¡que alegre tocacojones!
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