Una multiplicación de dos incógnitas, a eso se reduciría entonces, escribir o tallar, en un pupitre, las iniciales como factores, la tuya, la mía, un resumen del amor, algo como, por ejemplo, AxS: eso es la adolescencia. La adolescencia murió el día en que el resultado dejó de importar. Incluso las iniciales dejaron de importar. La cruz es la que señala el lugar del tesoro. Todo lo demás son florituras decorativas. Ni la A ni la S tienen relevancia en esta abstracción mental, son los límites del agujero que estamos cavando, que tenemos que cavar. Y nos esforzamos en ello, nos esforzamos con todo el alma. Porque en eso consiste madurar. En esforzarte en conseguir algo, aunque no entiendas los motivos. Descubrir, al final, que no hay motivos. En eso consiste vivir. En cavar. En descubrirlo. Ver cómo este vacío metafísico que hemos creado cobra fuerza. Ahora, centro gravitacional, agujero de gusano, atracción límbica, te admiramos con la sabiduría del paso del tiempo y te llenamos de sentimientos. Los vertemos hasta vaciarnos. Hacemos que rebose. Ya no hay cruz y nos hemos vaciado, así que sopesamos la posibilidad de sumergirnos en nuestra obra común. Suena peligroso y atractivo. Así que saltamos de la mano. Justo antes de hundirnos, podremos ver otros agujeros que hemos dejado atrás, ya secos. Quizás nos ahoguemos de tanto sentimiento. Puede que no, puede que aprendamos a compartir la botella de oxígeno. Y después puede que necesitemos buscarnos otra cruz en la que cavar. O quizás acabemos por volver, algún día, a los agujeros abandonados. Una vieja agenda, una llamada de teléfono, una taza de café. Mirarnos con los ojos obliterados por las arrugas. Decir: me he acordado de ti, te eché de menos durante mucho tiempo, ahora me muero, ahora no tenemos fuerzas para cavar una mierda. Penetrar en agujeros secos. Tener el agujero seco. Cualquier expresión de la sequía: en eso consiste la vejez.
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