A mi álter ego no le gusta madrugar. Eso es un hecho. No hay más que ver cómo tras apagar el despertador se queda mortinato sobre el colchón, dispuesto a que le diagnostiquen de muerte cerebral. Constantes vitales: inconstantes. Cuando consigue levantarse equivale a una resurrección mal hecha. El torpe arrastrarse de su cuerpo sobre el suelo frío de cada mañana hasta la ducha. Uno podría decir que allí, mientras mi álter ego yace bajo el chorro propulsado alcachofa mediante, lo que invade el baño no es vapor de agua: lo que sale evaporado de su piel es su alma. El pellejo del alma, al menos. Mi álter ego como una serpiente espiritual que muda de piel periódicamente, en torno a las 8 de la mañana. Luego va el desayuno, ir a la biblioteca, etcétera.
Pero todo esto no es lo importante. Lo importante es que al día siguiente ocurre exactamente lo mismo.
Describir rutinas es aburrido. Vivirlas también. Hasta que te das cuenta de que estás en medio de una y entonces ya no es aburrido: es angustioso. Es descubrirte, de golpe, en una cárcel.
Y mi álter ego se pregunta (o debería preguntarse) si no estará un poco, aunque sólo sea un poquito, alienado. Y por qué coño ha llegado a esta situación de madrugones diarios, situación insostenible desde que asumimos la premisa de que no le gusta madrugar. La lucha contra su propia naturaleza empieza a afectarle a áreas que van más allá del trance matutino con el despertador. Mi álter ego empieza a perder el interés en aquello que antes le gustaba. Deja de escribir. No tengo tiempo para eso, se dice. He perdido la sintaxis, dice: he perdido la inspiración. Hasta que por fin se da cuenta de algo.
Por favor, asistan a la muerte de algo que ni siquiera ha llegado a existir. El aborto como rutina. Empezar una frase y arrugar el papel. Así hasta que se evita empezar la primera frase, por frustración. Un condón mental usado cada día. No gano para condones mentales. La obra maestra que jamás se llegó a empezar. La destrucción de la creación antes de que surja el más mínimo conato, aplastada por la vida. Supermercados, despertadores, horarios, estudios, trabajo, telediarios: habéis acabado con más obras maestras que las guerras y las crisis. La moraleja es fácil: destruye la cosa en potencia y no tendrás que censurar la cosa en acto. Querido álter ego, no es sólo alienación. También es mutilación.
Podría llenar bibliotecas enteras con los libros que nunca he escrito. Y debería enmendarlo, al menos en parte. Escribir como un loco. Perder la salud escribiendo. Morir escribiendo.
Mierda. Tengo otras cosas que hacer.
Pero todo esto no es lo importante. Lo importante es que al día siguiente ocurre exactamente lo mismo.
Describir rutinas es aburrido. Vivirlas también. Hasta que te das cuenta de que estás en medio de una y entonces ya no es aburrido: es angustioso. Es descubrirte, de golpe, en una cárcel.
Y mi álter ego se pregunta (o debería preguntarse) si no estará un poco, aunque sólo sea un poquito, alienado. Y por qué coño ha llegado a esta situación de madrugones diarios, situación insostenible desde que asumimos la premisa de que no le gusta madrugar. La lucha contra su propia naturaleza empieza a afectarle a áreas que van más allá del trance matutino con el despertador. Mi álter ego empieza a perder el interés en aquello que antes le gustaba. Deja de escribir. No tengo tiempo para eso, se dice. He perdido la sintaxis, dice: he perdido la inspiración. Hasta que por fin se da cuenta de algo.
Por favor, asistan a la muerte de algo que ni siquiera ha llegado a existir. El aborto como rutina. Empezar una frase y arrugar el papel. Así hasta que se evita empezar la primera frase, por frustración. Un condón mental usado cada día. No gano para condones mentales. La obra maestra que jamás se llegó a empezar. La destrucción de la creación antes de que surja el más mínimo conato, aplastada por la vida. Supermercados, despertadores, horarios, estudios, trabajo, telediarios: habéis acabado con más obras maestras que las guerras y las crisis. La moraleja es fácil: destruye la cosa en potencia y no tendrás que censurar la cosa en acto. Querido álter ego, no es sólo alienación. También es mutilación.
Podría llenar bibliotecas enteras con los libros que nunca he escrito. Y debería enmendarlo, al menos en parte. Escribir como un loco. Perder la salud escribiendo. Morir escribiendo.
Mierda. Tengo otras cosas que hacer.