martes, 16 de agosto de 2011

Autopsia

El sonido del velcro al despegarlo. Empieza así. Los dedos que se deslizan por debajo de la tela, buscando la espuma blanca, el puño que se aferra a las entrañas blanquecinas y las extirpa, la mano temblorosa de un cirujano que sujeta un corazón de algodón y poliéster. El procedimiento continúa, mientras se evoca una tarde de verano en la terraza, una escalera de mano, una planta ornamental, y aparecen las mismas manos más pequeñas, infantiles, moviendo el cuerpo por los peldaños de la silla y empujándolo por encima de la planta, las manos llevándolo a carreras por el pasillo de casa, y había gritos y había imaginación y había historias que vencían a la realidad: historias ya olvidadas.
La amputación de un trozo de infancia.
La figura rechoncha y agradable se va desinflando paulatinamente. Es cierto que para deshacerse de él no hacía falta sacarle el relleno, pero quizás, pensó, si se procedía a la desfiguración previa, si había algo de trabajo en el proceso, si costaba un esfuerzo, tirar el muñeco a la basura sería más fácil: estaría más justificado. Tendría algo así como un funeral.
El relleno va llenando el cubo de basura. Quizás de esta manera esté más justificado, pero desde luego no resulta más fácil. La bolsa de basura está a rebosar. Nadie habría esperado que algo tan insignificante tuviera tanto en su interior. Al final de la operación, el hombre observa el pellejo vacío, la tela arrugada y muerta sobre la mesa y descubre las manos con restos de pelusa blanca: son sus propias manos, las que hace años dieron vida a aquel muñeco de trapo, y siente un escalofrío. Acto seguido algo se derrumba en el cuarto: suena el llanto de un carnicero con las manos manchadas de sueños.

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