martes, 1 de noviembre de 2011

Frankenstein

Leo igual que visito un cementerio. Con esa mezcla de desesperación, melancolía y podredumbre. Leo con la arrogancia del que todavía está vivo y puede decir que está vivo y que tiene miedo a morir. Y qué sabrás tú de morir, me responden bajo tierra. Tú sólo sabes de ver morir y eso es como saber de sexo por haber visto mucha pornografía.
Leo lo que he escrito y es como pasear por el mausoleo del ego. Nichos llenos de pedazos de mí, literatura muerta: estupideces momificadas, jeroglíficos sobre mis problemas de mierda. La Piedra Rosetta de mi vida: no tiene el más mínimo interés pero tiene mucho estilo, según los arqueólogos. "Su falta de trascendencia es su mayor virtud" (L.A. Times).
Escribo igual que un enterrador. Escribo a base de echarme paladas de tierra sobre la cabeza, y noto la tierra golpeándome, espesa en la boca, cubriendo los ojos. Busco la inmortalidad sepultándome y así me va: con cada texto me entierro un poco más.
Escribo flores sobre mi lápida. Con el tiempo se acumulan y marchitan y, al final, lo que queda es un montón de flores marchitas que nadie se atreve a limpiar. Cuando alguien se pone delante de una tumba o de un cuadro o de un libro, sólo se queda con estas flores marchitas. A fin de cuentas, es lo que se ve. Los críticos elogian estas flores, les ponen nota, las clasifican, discuten sobre ellas. Dicen cosas como: estas flores marchitas son las mejores de la historia de la literatura. Pero no entienden que lo que importa no son las flores. Lo que importa es el cadáver que hay debajo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sí, la literatura se hace a base de cadáveres egocéntricos (pasearse por mis escritos también es algo parecido)

Me gusta mucho lo que he leído por aquí, así en general.

Justine dijo...

Este es muy bueno, doctorcito.