Hemos cambiado el monstruo de debajo de la cama por la economía. Los adultos tenemos que temer las palabras serias: IRPF, recesión, mercado de valores, IVA. Hay que buscar una
buena razón para acojonarse, hay que justificar el insomnio de alguna manera. El artista antes conocido como el hombre del saco ahora se llama Ibex 35 y come niños y parados. Los dioses no existen, pero el déficit sí y exige sacrificios humanos en cada Consejo de Ministros en forma de lo que llaman reformas. Después sale por la tele un tipo sudoroso con traje y corbata y nos enseña orgulloso las nuevas Tablas de la Ley: cumplirás el objetivo de déficit sobre todas las cosas. Todo lo demás da igual. Y advierte a los herejes: el Estado de Bienestar es un dios falso y su adoración será castigada con la prisión preventiva. La población asume lo dictado y repite el mantra una y otra vez: la cosa está muy mal y hay que apretarse el cinturón. Los que se sienten rebeldes no saben contra quién tienen que rebelarse. Sueñan con que vuelva el monstruo de debajo de la cama. La economía, dicen, es mucho peor. Han colocado francotiradores en el teatro pero éstos sólo pueden apuntar a los actores y a los figurantes de esta tragicomedia. El público no aplaude y eso implica que el director no saldrá a saludar cuando acabe la función. Parece que nos quedaremos sin regicidio. La obra se retransmite en todo el mundo a través de telediarios y periódicos y nosotros nos conformamos con observar. Pero un espectador se ha atrevido a saltar al escenario y ha gritado una palabra. Creo que ha dicho: ¡libertad! Las ovejas nos hemos mirado las unas a las otras, incrédulas y temerosas. Estábamos esperando que pasara algo pero no algo que nos hiciera tomar una decisión: pasividad o acción. Y si decidimos actuar, ¿cómo? La última rebelión en la granja fue hace mucho tiempo y los animales sabían entonces quién era el granjero. Ahora no hay guión y los actores se han quedado callados, mirando al público, desafiantes. Dejo de mirar a mis compañeros de butaca y compruebo horrorizado que tengo un papel en blanco en el regazo y un bolígrafo en la mano. Tengo la pegajosa sensación de que debo escribir algo antes de que sea demasiado tarde. Como si fuera a servir de algo. Como si yo supiera lo que hay que hacer. Y tú me preguntarás: ¿demasiado tarde para qué? Y aquí estoy, escribiendo un panfleto de mierda como si tratara de desactivar una bomba. Eh, que te he hecho una pregunta: ¿demasiado tarde para qué? El cable rojo, el cable azul: tengo que decidir cuál corto primero. ¿Acaso no me has oído? El alicate tiembla en mis manos. ¿Demasiado tarde para qué?
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