A ella nadie le había pedido su opinión. Sin comerlo ni beberlo había acabado atrapada en la rutina de la gente mayor, ella, que a fin de cuentas no era más que una niña, una niña que sueña con poder salir de este juego circular, de esta cinta de Moebius en la que nunca quiso estar. Así pasaba que cualquiera abría por la página de turno el cuento y ella tenía que ponerse manos a la obra, coger la cestita, ponerse el atuendo característico y realizar la función, el paripé tantas veces representado: que si el bosque, el lobo, la abuela que vive en el quinto pino, la escenita de las orejas, los gritos, el cazador y el final feliz. Y de esta manera cada vez que alguien volviera a contar la historia, había que estar dispuesta para hacer el papel igual de bien que la primera vez, para no fallar, y soportar la responsabilidad de mantener una historia tradicional y bla, bla, bla. Pero los que la conocían se dieron cuenta de que las últimas veces no había mucha emoción en aquel Qué ojos más grandes tienes, era como si de tanto pronunciarlas las palabras se hubieran gastado, y en las ilustraciones acompañantes la mirada de la niña era un SOS al lector, un SOS no por el lobo, no porque su abuela estuviera siendo digerida, no por el horror habitual de la historia; sino un SOS que decía Sácame de aquí, estoy hasta las narices de aguantar la misma farsa día tras día, yo nunca quise ser una buena nieta ni daros una moraleja de nada, yo acabé aquí por error y este lobo ya no me da miedo ni esta señora me importa lo más mínimo ni me importa que el cazador escuche mis gritos, yo quiero hacer otra puta cosa; eso es lo que decía su mirada mientras decía aquello de Qué dientes más grandes tienes, y uno no podía evitar la sensación de tedio atrapada en el texto, en la repetición del canon, en el orden previsto de todos los acontecimientos. Quizá por eso al descubrir que ya no estaba hubo quienes dijeron que era de esperar. Pero en realidad la mayoría no lo lograban entender, incluso quienes convivían diariamente con ella, sus compañeros de reparto, se mostraban sorprendidos. No había más que ver al lobo mirando al camino vacío con gesto contrariado, esperando que volviera inútilmente, o a la abuela encamada, aburrida como una ostra mirando al techo, como si tuviera sentido seguir haciendo su parte sin ella. Atrapados en la rutina, en la margarita tantas veces deshojada. Pero los que entendían la dimisión eran comprensivos, que si la chiquilla ya llevaba tiempo dando señales más que obvias de desgaste, que si parece mentira que todos los demás no os hayáis dado cuenta. En cualquier caso, no hay que ser demasiado duro con toda esa gente que la tilda de irresponsable o estúpida; con esa gente que no entiende que abandones un trabajo fijo en los tiempos que corren; con esa gente que no sabe que en realidad la niña lloraba desconsolada cada vez que cerrabas el cuento, cuando nadie la veía; con esa gente que cree que ser Caperucita Roja es algo vocacional y que es imposible que acabes ahí por accidente; con esa gente que probablemente algún día se dará cuenta de que en realidad todo ocurre por accidente. No hay que ser muy duros con ellos porque, a fin de cuentas, a partir de ahora al cerrar el libro habrá una niña feliz y los que llorarán serán ellos.
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