Para escribir (escribir bien, se entiende) hay que meter la pala excavadora entre las páginas de los clásicos, hundirla hasta las raíces y revolver sus entrañas, sacar a la superficie las palabras y devorarlas con ahínco, empacharse de clásicos, dejarse intoxicar por Tolstói, Kafka, Hemingway, o el que sea, hay que llenar el estómago hasta provocar una arcada, dos, las necesarias hasta que llegue el vómito, hasta que salga el vómito contra el folio en blanco, vomitar y mancharse las gafas, para que, en fin, haya que quitarse las gafas en ese momento, porque para escribir también hay que ser miope, hay que ver todo con ojos de miope, acercándose a las cosas limítrofes, no ya por deseo, sino por necesidad, acercarse hasta tocar con la nariz la piel de aquello que es observado, manteniendo una relación con el mundo de aproximación constante: para el miope la lejanía no existe, sólo es un borrón, sólo existe lo que vive a pocos centímetros de la cara, lo que se explora enviando toda la artillería del cuerpo, la boca, los sentidos, y de este modo hay que acercarse también a nuestro vómito clásico, frotar el rostro contra él para comprobar que existe, arañarlo, golpearlo, desfigurarlo al extremo, y después emborracharse, perderlo todo, recuperarlo y volverlo a perder, sentir el fracaso, vivir el fracaso y finalmente suicidarse, abandonarlo todo: vamos, que para escribir bien lo único que hay que hacer es dejar un puto testamento. Como este.
2 comentarios:
mucho mejor como lo has dejado, donde va a parar.
nos vemos el lunes como miopes frente a la espuma de la verdad.
perfecta autodescripción.
Publicar un comentario