Ahora mismo, debajo de este gin tonic, podría recriminarte que ya no me leas, a pesar de que parezca absurdo recriminártelo por escrito. Porque reconozco que esto es como mandar una carta o cientos de cartas sin escribir tu dirección. Colapsando el servicio de Correos con misivas como dedos señalándote, cartas indignadas que atosigan a los funcionarios ¡y sin remite donde devolverlas de vuelta!, cartas bomba, cartas que llenan y llenan un cesto que acabará siendo la pira funeraria de todo lo que jamás leerás, cartas como esta que no llegan pero existen, sólo cartas al fin y al cabo. Podría recriminarte la condescendencia con que tratas una y cada una de mis palabras, acariciándolas como perros abandonados y tristes, porque ellas no necesitan tú misericordia, a pesar de estar famélicas y abandonadas, clamando tu nombre en el desierto del Sahara o en la estepa siberiana o tal vez diciéndolo en voz baja (o siquiera pensándolo, palabras pensadas) para que no me oigas, para que jamás me oigas. Y mientras pienso en ti, en ti sin leerme, leyendo cualquier otra cosa, se me atraganta cada trago de esta copa, y pienso en ti como en un mapa sin leyenda, como en un cuerpo desnudo sobre el que yo leo de memoria (porque no me queda más remedio) y busco la ruta que me lleve a tus entrañas, pero en este mapa sólo veo piel y ojos y labios y mucosa vaginal. No hay tripas. No hay corazón. No hay futuro debajo de tu piel, debajo de tus lecturas ajenas. No hay futuro. No hay presente. Hubo pasado.
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