sábado, 15 de mayo de 2010

Nacido para

Enciendo el ordenador portátil en el que se basa, lamentablemente, parte de mi existencia: yo contra una pantalla. La pelea menos esperada del siglo XXI. Nadie ha venido a verte, tu carrera como púgil ha terminado. Game over, dice una chica que me trae el finiquito. Abro el sobre y está vacío. Me encojo de hombros: al menos puedo usar el sobre para mandar una carta quejándome por mi falta de público. Pero, ¿a quién iba a mandar tal misiva? ¿Quién es el responsable de este vacío en las gradas, de esta soledad de boxeador onanista, de esta guerra de una persona? Como no me apetece seguir haciéndome preguntas sin respuesta (o acaso con una respuesta aterradora y sencilla: yo mismo), me dispongo con resignación a una última pelea, portátil en ristre. Recorro con la mirada las teclas que tanto me gusta golpear, repaso el espacio que me rodea, este piso de alquiler en el que uno acaba sintiéndose como en casa (supongo que al igual que una tenia se debe sentir como en casa colgando en los intestinos), veo los sillones vacíos, suspiro y empiezo a escribir. Entre línea y línea enciendo un cigarrillo, suspiro humo: definitivamente esta es la pelea más triste de mi vida. Entre línea y línea consulto mi e-mail, voy al frigo y cojo una cerveza. Al primer trago siento que todo esto es asombroso. Bostezo. Soy lo suficientemente aburrido como para aburrirme a mí mismo. Maravillado por mi capacidad superdotada para provocar el bostezo y el hastío, me planteo dejar esto a medias. Suena bien, me digo entre la cerveza y el pitillo, mandar a tomar por culo todo este esfuerzo inútil frente a la pantalla, abandonar en el último asalto saliendo por patas del ring, salir a la calle y poner en práctica mi verdadero don. Esta claro que lo de escribir no es lo mío, así que me decido, cerveza en mano: salgo del piso alquilado para cumplir con lo que me está, por así decirlo, predestinado; salgo con la ilusión apresada, sonriente, por fin voy a hacer algo para lo que valgo, para lo que estoy hecho: voy a dedicarme a aburrir a la gente. Soy consciente, una vez en la acera, de que lo mío no es un talento al uso. Nadie quiere aburrirse, todo el mundo tiene cosas que hacer. Confieso que las perspectivas me desmoralizan: tengo la ley de la oferta y la demanda en mi contra. ¿Cómo puedo lograr que alguien esté interesado en aburrirse soberanamente? Esta cuestión no sólo me plantea problemas logísticos (cómo tener que crear la necesidad del aburrimiento), sino también morales, porque, seamos sinceros, estar aburrido es un estado del alma que no gusta, es más, hoy día se considera como algo pernicioso, no hay más que ver cómo toda la oferta del ocio va dirigida a acabar con el aburrimiento, destruirlo, reducirlo a cenizas, a un mal recuerdo. Todo el mundo busca lo contrario de lo que quiero ofrecer. Así las cosas, ¿cómo puedo legitimar mi actividad, no sólo de manera práctica, sino también ética? No me siento capacitado para hacer creer a cualquiera que se me cruce por la calle que lo que él necesita es estar aburrido. ¿Quién soy yo para dictaminar las necesidades de cada uno? Toda esta reflexión, ciertamente, me desborda y me aniquila, ahí, en la acera, nada más salir del portal. Soy un tipo deshilachado. Tengo un talento al que nadie quiere acceder. Sin embargo, me armo de valor, y pienso que igual que yo quiero provocar aburrimiento, debe haber, aunque sea nimio, un pequeño público deseoso de aburrirse, harto de tanto leer, ver series, películas, conciertos y todo eso. Me acerco a la primera persona que pasa por la calle, una mujer de unos 40 años, y le pregunto con total honestidad si quiere aburrirse. Me mira en silencio como si no hubiera entendido lo que he dicho, así que se lo repito: le pregunto si quiere aburrirse, señora. Turbada, dice algo para que le escuche el cuello de la blusa, algo como que no, que menuda tontería y se aleja de mí a bastante velocidad, como si estuviera trastornado o fuera un delincuente común. Pero no me rindo tan fácilmente, sé que la estadística de los gustos juega en mi contra, así que lo intento con más gente. Los resultados son parecidos. A destacar, un chaval de unos 15 años, que, alejándose en monopatín, me grita: déjame en paz, ¡pringao! O el anciano que obstinadamente repetía que no, que él lo que querría es ir al bar de debajo de su casa, pero que su mujer no le deja, porque dice que cuando bebe se pone insoportable. Estuve a punto de decirle que para eso no le hacía falta beber, lo juro. En fin, después de darme una vuelta y no conseguir más que gestos de sorpresa, me vuelvo abatido a casa. Así las cosas, me dispongo a retomar el último asalto dejado a medias a causa de una enajenación mental transitoria, miro el sobre vacío, el cuarto vacío, recuerdo a la chica diciéndome: game over, pienso en todo el tiempo desperdiciado contra esta pantalla, de nuevo en frente de mí, pienso en el aburrimiento y en las reacciones de la gente a mi pregunta, y así, de pronto, maravillado, me doy cuenta de que en realidad, viendo que todo el mundo huía sorprendido de mi ofrecimiento, mi verdadero talento no consiste en una capacidad innata para aburrir, y por eso salgo corriendo del dichoso piso, porque esta vez me veo capaz de triunfar, porque estoy seguro de que lo que en realidad tengo es un talento natural, intrínseco, para desconcertar al mundo.

martes, 4 de mayo de 2010

Clausurado

Fíjate. Sólo hay que mirarle, con esa facha de tísico, y, a pesar de ello, perenne el cigarrillo colgando del labio inferior, el cigarrillo al borde del suicidio, el hombre al borde del cigarrillo, el hombre que tose y se desinfla a cada esputo, cof, la baba que resbala dudosa una vez que el grueso se ha estampado contra la acera, que no sabe si subir y refugiarse de nuevo en la boca o dejarse llevar gravedad abajo, que dibuja un hombre echado sobre sí mismo, patético, un hombre que se yergue para volver a depositar el filtro en la boca y aspirar, rellenarse de humo, y soltarlo tan cerca de ti, pobrecita, que haces gestos ostentosos como si quisieras abofetear la nube gris, que arrugas la nariz con asco o con resignación, o es acaso un asco resignado, como el del juez que levanta un cadáver, porque a fin de cuentas es su trabajo, y este es tu trabajo, pequeña: mirar a ese hombre lamentable, que se suicida a base de respirar tabaco, elaborar un plan para salvar a este suicida penoso pero a la vez admirable, al ver cómo no cede, cómo no deja de apretar el gatillo una y otra vez, no duda un sólo instante, la pistola contra la sien, ignorando o aparentando ignorar lo que de verdad supone, mirándote con ojos de vaca enamorada, y cómo vas a dejar de mirarlo, si en realidad dan ganas de abrazarlo, es tan frágil, es tan tierno su corazón cicatrizado, su pulmón fibroso, es tan bella la decadencia de su Imperio Romano, de sus ruinas entre la bruma. Adviertes que alrededor de su cuerpillo de homúnculo hay una cinta. Si te acercas, si atraviesas la cortina de humo, la verás mejor.

No es una cinta sin más. Es un cordón policial.

Es un hombre clausurado.

Nena, yo que tú tendría cuidado. No vaya a ser que ahí ya no quede nada que salvar.

sábado, 1 de mayo de 2010

El desorden de D.B.

Hoy, Don Borrón se ha olvidado de que no tiene nada que hacer. Así que se despierta, se pone de pie en medio de su cuarto, y se limita a observar una estancia que contiene (en el más amplio sentido del verbo contener) su desorden, el desorden de D.B., evitando que éste se extienda por debajo del quicio de la puerta, llegue al pasillo, ocupe el salón, las esquinas del baño, y después siga en su avance, rebosando por las ventanas, el desorden como unas cascadas que saltan a la acera, que se cuelan por las alcantarillas, y después se extiende por las estaciones de metro, afecta a la recogida de basuras, a los horarios de los comercios, de los buses, a los relojes, y cada persona llega a horas distintas a su destino, esperan o no, comen a destiempo cantidades al azar, evitando los lugares apropiados o buscándolos sin que estos aparezcan porque no están en su sitio, y el desorden sale a las afueras de la ciudad, trastocando las comunicaciones terrestres y aéreas, las fuentes de abastecimiento energético, molinos de viento en centrales nucleares, cables de la luz mezclados con las líneas de teléfono, gente que muere electrocutada al llamar a sus parientes, las bases militares también se desordenan y empieza un golpe de estado dentro de un trozo del estado, pero no manda quien debería, así que nadie sabe contra quién hay que levantarse, contra quién hay que claudicar o lo que se suponga que haya que hacer, los tanques llegan a la hora que les da la gana y cada uno a lugares distintos, con lo que hay algunos disparos como mucho por casualidad, y la clase dirigente no se entera por culpa del desorden, por lo que en los periódicos, que ya no se sabe de qué día son, no se dice nada al respecto y se habla de cosas que le han sucedido a los respectivos periodistas, titulares como: Última hora. A mi madre hoy se le ha olvidado tomar las pastillas, y la gente se informa de algo que no es importante (como si algo lo fuera antes de todo esto, vaya) o recorta los periódicos y los deja abandonados por las calles, junto a montones de fajos de billetes que ya no tienen valor, debido a la caída del valor del euro, o la caída de los mercados, que ahora no están a la altura, están a ras de suelo, se han vuelto físicos y gravitatorios, y por eso la gente lanza aviones de papel hechos con billetes por las ventanas, mientras alguien llora desesperadamente en una oficina bancaria y las doncellas recogen sus lágrimas en cacerolas de cocina.