Enciendo el ordenador portátil en el que se basa, lamentablemente, parte de mi existencia: yo contra una pantalla. La pelea menos esperada del siglo XXI. Nadie ha venido a verte, tu carrera como púgil ha terminado. Game over, dice una chica que me trae el finiquito. Abro el sobre y está vacío. Me encojo de hombros: al menos puedo usar el sobre para mandar una carta quejándome por mi falta de público. Pero, ¿a quién iba a mandar tal misiva? ¿Quién es el responsable de este vacío en las gradas, de esta soledad de boxeador onanista, de esta guerra de una persona? Como no me apetece seguir haciéndome preguntas sin respuesta (o acaso con una respuesta aterradora y sencilla: yo mismo), me dispongo con resignación a una última pelea, portátil en ristre. Recorro con la mirada las teclas que tanto me gusta golpear, repaso el espacio que me rodea, este piso de alquiler en el que uno acaba sintiéndose como en casa (supongo que al igual que una tenia se debe sentir como en casa colgando en los intestinos), veo los sillones vacíos, suspiro y empiezo a escribir. Entre línea y línea enciendo un cigarrillo, suspiro humo: definitivamente esta es la pelea más triste de mi vida. Entre línea y línea consulto mi e-mail, voy al frigo y cojo una cerveza. Al primer trago siento que todo esto es asombroso. Bostezo. Soy lo suficientemente aburrido como para aburrirme a mí mismo. Maravillado por mi capacidad superdotada para provocar el bostezo y el hastío, me planteo dejar esto a medias. Suena bien, me digo entre la cerveza y el pitillo, mandar a tomar por culo todo este esfuerzo inútil frente a la pantalla, abandonar en el último asalto saliendo por patas del ring, salir a la calle y poner en práctica mi verdadero don. Esta claro que lo de escribir no es lo mío, así que me decido, cerveza en mano: salgo del piso alquilado para cumplir con lo que me está, por así decirlo, predestinado; salgo con la ilusión apresada, sonriente, por fin voy a hacer algo para lo que valgo, para lo que estoy hecho: voy a dedicarme a aburrir a la gente. Soy consciente, una vez en la acera, de que lo mío no es un talento al uso. Nadie quiere aburrirse, todo el mundo tiene cosas que hacer. Confieso que las perspectivas me desmoralizan: tengo la ley de la oferta y la demanda en mi contra. ¿Cómo puedo lograr que alguien esté interesado en aburrirse soberanamente? Esta cuestión no sólo me plantea problemas logísticos (cómo tener que crear la necesidad del aburrimiento), sino también morales, porque, seamos sinceros, estar aburrido es un estado del alma que no gusta, es más, hoy día se considera como algo pernicioso, no hay más que ver cómo toda la oferta del ocio va dirigida a acabar con el aburrimiento, destruirlo, reducirlo a cenizas, a un mal recuerdo. Todo el mundo busca lo contrario de lo que quiero ofrecer. Así las cosas, ¿cómo puedo legitimar mi actividad, no sólo de manera práctica, sino también ética? No me siento capacitado para hacer creer a cualquiera que se me cruce por la calle que lo que él necesita es estar aburrido. ¿Quién soy yo para dictaminar las necesidades de cada uno? Toda esta reflexión, ciertamente, me desborda y me aniquila, ahí, en la acera, nada más salir del portal. Soy un tipo deshilachado. Tengo un talento al que nadie quiere acceder. Sin embargo, me armo de valor, y pienso que igual que yo quiero provocar aburrimiento, debe haber, aunque sea nimio, un pequeño público deseoso de aburrirse, harto de tanto leer, ver series, películas, conciertos y todo eso. Me acerco a la primera persona que pasa por la calle, una mujer de unos 40 años, y le pregunto con total honestidad si quiere aburrirse. Me mira en silencio como si no hubiera entendido lo que he dicho, así que se lo repito: le pregunto si quiere aburrirse, señora. Turbada, dice algo para que le escuche el cuello de la blusa, algo como que no, que menuda tontería y se aleja de mí a bastante velocidad, como si estuviera trastornado o fuera un delincuente común. Pero no me rindo tan fácilmente, sé que la estadística de los gustos juega en mi contra, así que lo intento con más gente. Los resultados son parecidos. A destacar, un chaval de unos 15 años, que, alejándose en monopatín, me grita: déjame en paz, ¡pringao! O el anciano que obstinadamente repetía que no, que él lo que querría es ir al bar de debajo de su casa, pero que su mujer no le deja, porque dice que cuando bebe se pone insoportable. Estuve a punto de decirle que para eso no le hacía falta beber, lo juro. En fin, después de darme una vuelta y no conseguir más que gestos de sorpresa, me vuelvo abatido a casa. Así las cosas, me dispongo a retomar el último asalto dejado a medias a causa de una enajenación mental transitoria, miro el sobre vacío, el cuarto vacío, recuerdo a la chica diciéndome: game over, pienso en todo el tiempo desperdiciado contra esta pantalla, de nuevo en frente de mí, pienso en el aburrimiento y en las reacciones de la gente a mi pregunta, y así, de pronto, maravillado, me doy cuenta de que en realidad, viendo que todo el mundo huía sorprendido de mi ofrecimiento, mi verdadero talento no consiste en una capacidad innata para aburrir, y por eso salgo corriendo del dichoso piso, porque esta vez me veo capaz de triunfar, porque estoy seguro de que lo que en realidad tengo es un talento natural, intrínseco, para desconcertar al mundo.
1 comentario:
Conmigo lo has conseguido: estoy mortalmente aburrida. Las polillas se aburren cuando entran aquí y no hay nada nuevo que leer...
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