Hubo un momento en el cual, mientras esperaba a que Caperucita apareciera, llegó a dudar de su verdadera condición de lobo. La blusa, las gafas para la presbicia, incluso el ridículo gorro para dormir, sumados a la ausencia de la verdadera abuela (entonces inmersa en el proceso de digestión), a esa inmensa soledad en aquella casa, en aquella cama, eran datos más que suficientes para dudar de la propia identidad. ¿Soy un lobo o todo lo que ha pasado hasta ahora no ha sido más que un sueño? Quizás me he despertado, abuela como soy, siempre abuela, y aquello de que yo era el lobo no era más que un sueño, un sueño en que me comía a mí misma, y por eso estoy en esta cama, con estas ropas, tan cansada, tan vieja.
Sin embargo, cuando Caperucita hizo acto de presencia, el hambre disipó toda duda. Una convicción gutural, intrínseca al hecho de ser lobo, que en este caso se manifestó como hambre, hizo que la ropa, las gafas, la habitación, la situación, careciesen de valor a la hora de interpretar el acto familiar de una dulce niña visitando a su abuela. Un hambre de lobo en un envase de abuela. El mismo hambre que hace dudar a la niña de la identidad de su abuela, ya que observa cómo ésta se comporta de manera extraña y sostiene afirmaciones rocambolescas sobre su apariencia (lo cual le recuerda a la niña que la abuela se está demenciando) y que, al fin, acaba por ignorar la cesta con la comida y se lanza en un acto caníbal sobre su nieta, clavándole los dientes como quien clava una genética, una herencia, una memoria; el grito aterrado de Caperucita, el subsiguiente allanamiento de morada por parte del cazador, la palidez consecuente ante la escena insólita: tirar de la abuela demente, golpearla hasta poder separarla de su nieta, llevar a las dos a urgencias del hospital y esperar su feliz y pronta recuperación, hasta que, cuando llegue el momento de las preguntas, nos tengamos que inventar una historia que oculte lo patético y triste de la realidad, una historia que se pueda contar.
Sin embargo, cuando Caperucita hizo acto de presencia, el hambre disipó toda duda. Una convicción gutural, intrínseca al hecho de ser lobo, que en este caso se manifestó como hambre, hizo que la ropa, las gafas, la habitación, la situación, careciesen de valor a la hora de interpretar el acto familiar de una dulce niña visitando a su abuela. Un hambre de lobo en un envase de abuela. El mismo hambre que hace dudar a la niña de la identidad de su abuela, ya que observa cómo ésta se comporta de manera extraña y sostiene afirmaciones rocambolescas sobre su apariencia (lo cual le recuerda a la niña que la abuela se está demenciando) y que, al fin, acaba por ignorar la cesta con la comida y se lanza en un acto caníbal sobre su nieta, clavándole los dientes como quien clava una genética, una herencia, una memoria; el grito aterrado de Caperucita, el subsiguiente allanamiento de morada por parte del cazador, la palidez consecuente ante la escena insólita: tirar de la abuela demente, golpearla hasta poder separarla de su nieta, llevar a las dos a urgencias del hospital y esperar su feliz y pronta recuperación, hasta que, cuando llegue el momento de las preguntas, nos tengamos que inventar una historia que oculte lo patético y triste de la realidad, una historia que se pueda contar.
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