En medio de una calma obscena, el hombre-antigüedad despierta, apaga el televisor, se levanta de golpe y se quita a sacudidas polvo y telarañas, y así es como el hombre-abotargado, el hombre-que-queda-ahí-debajo-de-toda-esa-mugre, mira con un nuevo deseo a su alrededor y desea gritar e imponer con su rugido un miedo gutural, una presencia violenta en el lugar donde antes no había más que el poso de los años, abre la boca con furia: vaya, las cuerdas vocales agarrotadas no se mueven y en lugar de un grito aterrador le sale un gaznido tímido que cae blando al suelo y se deshace entre las baldosas como bolitas de mercurio. Decepcionado por la pérdida de facultades, da sus primeros pasos de bebé, tambaleándose como un coloso contrahecho, inseguro, por culpa de la atrofia secundaria a tantos años en el sofá de su casa. En tanto que logra, a duras penas, mantener el equilibrio, se da cuenta de que también le cuesta pensar. Ideas fragmentadas en su cerebro golpean las paredes del cráneo, inconexas, disparos de fogueo de una verdad más aterradora, mortal y segura. Es tal el descalabro neuronal que ni siquiera puede construir un plan mínimo, del tipo: sal de este cuarto, cierra la puerta, huye. Sin ninguna planificación y torpe hasta producir vergüenza ajena, vemos como el hombre-ancestral, en su corto trayecto, tropieza y cae al suelo como un montón de escombros. Gruñe algo similar a un quejido. Es patético y es real. Quizás hay huesos rotos en medio de todo ese dolor que le hace retorcerse en el suelo. El sonido lejano de una ambulancia llega a escucharse en la quietud de la estancia mortecina mientras él se arrastra como un soldado paralítico en medio de una trinchera en llamas. Se agarra a la primera pieza de mobiliario que encuentra y se encarama a ella, hasta alcanzar, plúmbeo, la sedestación, y, jadeando y sudando, deja que el cuerpo dolorido repose. Abre los ojos, y, aunque al principio no comprende, acaba por darse cuenta de que está en el mismo punto de partida, la televisión está enfrente y la familiaridad del entorno y la estúpida sensación de felicidad por seguir vivo y el dolor que le propinó aventurarse a salir de allí y la decisión de que es mejor dejar de hacer el gilipollas, mientras estira una mano para sacar el orinal de debajo del sofá.
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