Por supuesto que me acuerdo de la primera vez que lo escuché, aunque para ser sinceros es como si hubiera pasado una vida entera. Fue una tarde de abril, me sé la fecha pero no creo que sea un dato relevante, y estaba solo en casa después de la jornada de trabajo leyendo un libro. No creo que leer fuera el desencadenante, pero el caso es que estaba leyendo en ese momento. Entonces, de manera suave, el sonido empezó. No era el típico ruido que escuchas de algún electrodoméstico del piso vecino, como por ejemplo una lavadora. Era algo más larvado, una especie de chirrido o pitido constante que me hizo levantar la mirada del libro. Miré en todas direcciones intentando averiguar el punto donde se originaba, pero por más que intentaba localizarlo sonaba siempre igual (incluso dejé el libro y me puse a andar a solas por el piso por si se escuchaba de manera más acentuada en alguna dependencia, pero el sonido era homogéneo, estuviera donde estuviera). Así que decidí que lo mejor era esperar a que cediera por sí solo, achacándolo a alguna cañería o algo así. Al cabo de un rato, que podría calificarse como tremendamente irritante, el sonido desapareció. Ni que decir que no le di la más mínima importancia y que seguí con mi vida como si no hubiera sucedido. Así es como me encontré el sábado de esa semana en una soleada terraza del centro con un par de amigos tomando una caña. Recuerdo la conversación:
–¿Tú has estado en ese sitio? –me preguntó uno de ellos. Y en ese momento volvió. El chirrido. Constante. Ilocalizable. Yo me quedé absolutamente bloqueado y debí poner cara de preocupación. Pensé que debía ser una broma pesada.
–¿No escucháis eso? –pregunté al poco.
–¿El qué? –contestaron casi al unísono, mirando alrededor.
–¿El coche ese de allí? –señaló uno.
–No –dije.
–¿El niño ese que grita al fondo de la plaza?
–No –dije.
Se quedaron en silencio, mirándome con una mezcla de preocupación y sorna. Probablemente creían que les tomaba el pelo.
–Me refiero al pitido, al chirrido ese.
–No –dijo uno, mientras el otro negaba con la cabeza sonriéndose sorprendido. El pitido subía la tonalidad poco a poco, progresivamente.
–¿Te estás quedando con nosotros?
–No.
Su cara mostró entonces una clara preocupación.
–¿No serán voces?
–¡No! ¡Es un puto pitido!
–Vale, vale, tranquilo.
Y entonces bajó de intensidad poco a poco y volvió a desaparecer. Les dije que ya no lo escuchaba y parecieron quitarle importancia. De algún modo me convencieron de que no era nada. Pero es obvio que volvió. No estaría aquí hablando si no hubiera vuelto, una y otra vez. Demasiadas e incontables veces. Me han visto numerosos médicos y otorrinolaringólogos. Ya le digo que no espero de usted una solución. Me han hecho todas las pruebas posibles y he probado de todo. Vengo aquí porque no tengo nada que perder. Aunque tampoco tengo ninguna esperanza. Supongo que considero venir aquí como lo que tengo que hacer. Ellos, los médicos, lo llaman "acúfeno", supongo que a usted le suena el término. Yo prefiero considerarlo algo así como mi banda sonora. Una música desagradable que me acompaña mientras hago cosas de lo más aburrido. Ahora no aparece por episodios, ahora es imparable. Una música de violines desafinados que de algún modo ya he asumido que me va a acompañar hasta que me muera. Quién sabe si seguirá después. Sí, ya sé que usted no lo escucha. Estoy acostumbrado a la situación incómoda que provoca en la gente de mi alrededor el hecho de no escuchar el ruidito este. Es como si se sintieran de algún modo obligados a escucharlo también. Es como si intentaran empatizar conmigo. Pero claro, se quedan en el intento. Sólo yo lo entiendo. No espero comprensión por su parte. Me conformo con que intente imaginárselo. Sé que es difícil de imaginar. Pero inténtelo. Es como tener un motor estropeado dentro del cráneo, un taladro inagotable. No duele, físicamente. Sólo incordia. Como un moscardón atrapado dentro de la calavera. La melodía que le pondrías a una muerte inminente en una película de terror. Como si estuviera a punto de pasar algo terrible en cualquier momento. Quizás pueda imaginárselo. Pero seguro que lo que no puede imaginarse es a lo que es capaz de acostumbrarse uno.
–¿No escucháis eso? –pregunté al poco.
–¿El qué? –contestaron casi al unísono, mirando alrededor.
–¿El coche ese de allí? –señaló uno.
–No –dije.
–¿El niño ese que grita al fondo de la plaza?
–No –dije.
Se quedaron en silencio, mirándome con una mezcla de preocupación y sorna. Probablemente creían que les tomaba el pelo.
–Me refiero al pitido, al chirrido ese.
–No –dijo uno, mientras el otro negaba con la cabeza sonriéndose sorprendido. El pitido subía la tonalidad poco a poco, progresivamente.
–¿Te estás quedando con nosotros?
–No.
Su cara mostró entonces una clara preocupación.
–¿No serán voces?
–¡No! ¡Es un puto pitido!
–Vale, vale, tranquilo.
Y entonces bajó de intensidad poco a poco y volvió a desaparecer. Les dije que ya no lo escuchaba y parecieron quitarle importancia. De algún modo me convencieron de que no era nada. Pero es obvio que volvió. No estaría aquí hablando si no hubiera vuelto, una y otra vez. Demasiadas e incontables veces. Me han visto numerosos médicos y otorrinolaringólogos. Ya le digo que no espero de usted una solución. Me han hecho todas las pruebas posibles y he probado de todo. Vengo aquí porque no tengo nada que perder. Aunque tampoco tengo ninguna esperanza. Supongo que considero venir aquí como lo que tengo que hacer. Ellos, los médicos, lo llaman "acúfeno", supongo que a usted le suena el término. Yo prefiero considerarlo algo así como mi banda sonora. Una música desagradable que me acompaña mientras hago cosas de lo más aburrido. Ahora no aparece por episodios, ahora es imparable. Una música de violines desafinados que de algún modo ya he asumido que me va a acompañar hasta que me muera. Quién sabe si seguirá después. Sí, ya sé que usted no lo escucha. Estoy acostumbrado a la situación incómoda que provoca en la gente de mi alrededor el hecho de no escuchar el ruidito este. Es como si se sintieran de algún modo obligados a escucharlo también. Es como si intentaran empatizar conmigo. Pero claro, se quedan en el intento. Sólo yo lo entiendo. No espero comprensión por su parte. Me conformo con que intente imaginárselo. Sé que es difícil de imaginar. Pero inténtelo. Es como tener un motor estropeado dentro del cráneo, un taladro inagotable. No duele, físicamente. Sólo incordia. Como un moscardón atrapado dentro de la calavera. La melodía que le pondrías a una muerte inminente en una película de terror. Como si estuviera a punto de pasar algo terrible en cualquier momento. Quizás pueda imaginárselo. Pero seguro que lo que no puede imaginarse es a lo que es capaz de acostumbrarse uno.
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