Tengo un perro llamado Esperanza y, la verdad, hacía mucho tiempo que no lo veía.
Creo que la última vez fue cuando observé su reflejo en retrovisor, corriendo detrás del coche, como si aquella gasolinera no hubiera sido lo suficientemente buena para él.
O quizás fue cuando le intenté ahogar bajo paladas de tierra, su pelo cobrizo embarrado, su cabeza mirándome como en aquel cuadro de Goya. Y yo en el otro extremo del agujero, arriba, con la pala cargada, palada tras palada, ignorando su quejido silencioso, su mirada incómoda.
También pudo ser aquella tarde en la que estábamos pasándolo tan bien y yo le tiré un palo para que fuera a buscarlo y, tanto el palo como él, se perdieron entre los árboles y yo gritaba su nombre en vano porque no volvió. No siempre era yo el que acababa abandonando al otro.
Por suerte, al final siempre acaba por volver. Testarudo. Él y yo. Testarudos. Suena el timbre de la puerta, aunque no espero a nadie. Absolutamente a nadie: es mi estado habitual. Abro la puerta y, sobre el felpudo que reza "Welcome", está él. Esperanza. Alguna vez ha vuelto con una carta colgando de la boca. O con una prenda de ropa, algún pequeño gesto que nadie más que él y yo podemos entender. Pero esta vez viene solo. Magullado y malherido, la lengua arrastrando por el suelo. Horrorizado, lo cojo en brazos y lo meto en casa. Le curo las heridas como puedo, le doy agua y comida. Pienso que menuda suerte he tenido, que de esta podría no haber vuelto. Sonrío mientras acaricio su lomo y noto su cuerpo tibio por debajo del pelaje. Pienso que esta vez no dejaré nunca que se vaya de mi lado.
Quién sabe lo que pensaré mañana.
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