La idea se le ocurrió una noche de verano a Londres, pero fue Jerusalén quien tuvo que organizar todo. Cuando hubimos hecho acopio del material necesario para cada uno, Jerusalén nos reunió en la base de operaciones para concretar los detalles. Mientras Bombay nos servía unas copas (la llamada base de operaciones no era más que el sótano de su bar), Jerusalén explicaba el plan. La primera fase la debía ejecutar el equipo formado por Sidney, Casablanca y Denver. Así que llegaron los tres a las 10:00 a.m. del domingo al parque y, en tanto que Casablanca vigilaba la puerta B (cabe recordar que el parque sólo tenía dos puertas de acceso) y se aseguraba que nadie más entrase por ella, Sidney y Denver se encargaban de ahuyentar los pájaros que allí estuvieran. Corrían detrás de las palomas y de los pardales con grandes escobas que agitaban con brío a este fin. Una vez realizaron la limpieza primaria, y en vista de que había palomas reincidentes, aseguraron el perímetro con una traca de petardos que alejó bruscamente a los asustadizos plumíferos. Según los cálculos que había realizado Barcelona en la fase preparativa, al suprimir las aves del parque evitaríamos en un 80% la afluencia de jubilados y de familias con niños pequeños. A pesar de que todo iba sobre ruedas Casablanca tuvo problemas durante este tiempo para controlar el acceso por la puerta B, con crecientes disturbios protagonizados, en su mayor parte, por miembros de la tercera edad, los cuales reclamaban su derecho a entrar por la puerta que les diera la gana. La unidad de emergencias, compuesta por Teherán, Damasco y Moscú, tuvo que intervenir, primero practicando el soborno con los más dóciles y posteriormente usando la violencia con los más reacios al cambio. Estos incidentes obligaron a Jerusalén a activar conjuntamente las fases dos y tres de la operación. La fase dos consistía en un simulacro de batalla bélica entre dos ejércitos comandados, respectivamente, por El Cairo y México D.F. (el objetivo de dicho simulacro era atemorizar a la población del parque para que huyeran), mientras que la tres la llevaba a cabo un comando formado por Denver y Sidney (reciclados de la primera fase) junto con Dublín y Lima, y cuyo fin era hacer una última limpieza y expulsar del parque a los drogadictos y vagabundos que no hubieran huído durante la guerra ficticia. De modo que el resto fuimos entrando en el parque por la puerta A (la B estaba felizmente custodiada por Casablanca y los tres miembros de la unidad de emergencias) para finiquitar la misión. Allí estábamos todos: Madrid, Jartún, Trípoli, Reikiavik, Berlín, Ottawa, Taipei... con nuestros uniformes correspondientes y nuestras armas de fogueo, listos para empezar a asustar a ese montón de personas que miraban idiotizadas cómo entrábamos. Mientras tanto, yo podía ver cómo Dublín ya estaba pegando una paliza a un politoxicómano que se retorcía sobre sí mismo en el suelo, defendiéndose a duras penas. Yo estaba a las órdenes de México y éste me había asignado a un pelotón que se encargaría de la zona este del parque. Llevábamos unos tres minutos caminando entre árboles cuando empezamos a escuchar los primeros disparos, las primeras explosiones. Gritos. Los chicos se estaban tomando en serio la actuación, no cabía la menor duda. Todos teníamos bajo el uniforme unas bolsitas con pintura roja que podíamos hacer estallar a placer cuando nos diéramos por muertos. Camagüey, a mi derecha, se encendía un cigarrillo con una cerilla mientras decía: no sé por qué tenemos que ir por este lado, aquí no parece haber nadie a quien asustar. Y de pronto, disparos enemigos, el cigarrillo de Camagüey se cae el suelo, todos a cubierto, Camagüey cae sobre su cigarrillo a la vez que una mancha roja fluye desde su pecho. Bueno, al menos ahora se anima la cosa, opina París guiñándome un ojo, los dos ahí cubiertos detrás de un olmo de tronco grueso, las espaldas apoyadas sobre la madera, sintiendo su rugosidad, las raíces que se hunden bajo nuestros pies, las pisadas que se acercan. París se asoma y lanza una ráfaga con su AK-47 a la que sigue un chorro rojo que se eleva sobre un arbusto. Uno menos, ríe París apoyando el cráneo sobre el tronco, los ojos al cielo, lo suficiente como para no ver una granada de mano que cae a su lado, y yo sólo puedo gemir y saltar lo más lejos de allí y después hay ruido, calor y tierra por los aires, heridas, gateo lejos del cadáver de París, arrastro un trozo de carne que se descuelga de mi muslo como un fugitivo, como un tullido, veo un cuerpo correr borroso hacia mí, yo grito que me rindo y es Jerusalén ensangrentado, le sangra la cabeza y llora y dice que algo ha salido mal, que algo nos ha salido terriblemente mal.