Éste soy yo, de eso no cabe duda. Arrastro mi nombre como un ancla. Allá donde voy, Alberto Berjón García. Si bien es cierto que puedo fingir ser otro, buscar un seudónimo, ocultarme torpemente detrás de una ficción, no serviría de nada. Un nombre, dos apellidos, mi cuerpo: estos son mis límites. Intentar expandirme sería inútil. Platón decía que el cuerpo es la cárcel del alma. Bueno, de lo que sea. No me importa de qué coño sea cárcel mientras lo que esté encerrado aquí dentro sea yo. Aquí mismo, en esta cafetería, mientras estoy escribiendo en este cuaderno, soy consciente de que haga lo que haga no puedo escapar. O puede que no haya entrado en la cafetería, que simplemente me esté imaginando a mí mismo escribiendo esto ahí dentro mientras que, en verdad, lo escribo en un banco en la calle. Me sale más barato, de hecho. O puede que no haya salido de casa, que lleve días sin salir de casa, enfrentándome cada día al espejo del baño, diciéndome en voz alta: sólo eres una imagen de mí mismo, tú no eres yo porque yo jamás podría mirarme a los ojos. Como estoy a solas puedo hablar conmigo mismo. Seguramente si alguien me escuchara dudaría de mi salud mental. O puede que esto lo haya pensado otra persona y yo lo esté transcribiendo como si fueran reflexiones propias. Puede que en realidad me la sople todo este rollo macabeo sobre mis límites. O puede que esto en realidad no esté escrito. Y tú estarías soñando, creyendo que lees ahora una tontería que se le ha ocurrido a un tipo que se llama (o que se hace llamar) Alberto Berjón García. Y si esto fuera un sueño serías tú, según lees o piensas que lees, quien estaría en un apuro, siendo consciente ahora mismo de que estás soñando, de que no puedes huir de este sueño ni de tu cuerpo, de que hay un texto delante de ti y estás leyéndolo y todo se hace tan pesado como tu nombre y tus apellidos, siempre pegados a ti, como un tatuaje que no se va por mucho que te rasques, los datos de tu DNI. Eres tú. De eso no cabe ninguna duda.
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