Puedes despertarte una mañana y no reconocer la habitación, no reconocer la cama. Buscas a alguien vivo en esa casa. Tiemblas al salir del cuarto. Ves a una mujer de edad mediana por el pasillo, ella te devuelve la mirada y te dice: qué quieres para desayunar. Café con leche. Respondes sin saber realmente si quieres un café, respondes como si fuera algo normal que ella te reconozca y que tú no reconozcas nada. Supones que ayer bebiste mucho, te acostaste con ella en su casa y por eso estás tú en calzoncillos y ella en pijama. Pura lógica. Pero la lógica se te cae a los pies cuando ella te replica: si nunca tomas café. Eso implica que no fue una sola noche. Es que tengo mucho sueño, dices. Una excusa afortunada. Sin embargo, te das cuenta de que no sabes si te gusta el café o no, ¿por qué ella lo sabe y tú no? Quizás ella no te conozca realmente y te esté poniendo a prueba. Aunque si es así, ¿por qué iba a hacer tal cosa? Parece un razonamiento tan paranoico. Lo más sencillo será no inventarse ninguna conspiración, actuar con cautela y naturalidad, jugar a lo que haya que jugar, tantear poco a poco. La sigues hasta la cocina, te sientas en una silla. Si ella te ha ofrecido el desayuno será porque te lo va a servir. Efectivamente. La taza humea. Echas azúcar, remueves la disolución. ¿No quieres nada para comer? No, no me he despertado con mucha hambre. Así mejor, evitas que te empiece a preguntar por tus gustos, como ocurrió con el café. Qué raro estás, dice. Maldita sea. ¿Debería decidirme por algo para comer? ¿Pero el qué? ¿Unas galletas? ¿Un cruasán? ¿Cereales? Mejor será ignorar su último comentario. Beber como si no hubiera dicho nada, encogerme de hombros. Ella persiste: ¿al final qué vas a hacer hoy? Otra pregunta, esta mujer me va a estar interrogando hasta verme flaquear, hasta que me eche a llorar a sus pies, hasta que le confiese que no sé quién es y que sólo quiero salir de esta casa, escapar de esta trampa. Frunzo el ceño. No lo sé, respondo. ¿Cómo no lo vas a saber? Ayer me dijiste que o ibas al cine con Irene o empezabas a estudiar tus exámenes. ¿Irene? ¿Quién es Irene? ¿De qué exámenes me habla? Esta mujer debe haberme confundido con otra persona. Ayer me encontró borracho o inconsciente o qué sé yo y me trajo hasta aquí pensando que yo era ese otro. Tendré que sincerarme. Digo convencido: creo que se está equivocando de persona. Ahora es ella la que frunce el ceño. Por fin. Pero habla. Y me dice algo que me asusta, que me hace volver a temblar. Mi corazón de algodón se empapa de sangre y deja de latir. Miro hacia el reflejo de mi cara sobre el frigoríco y no reconozco el frigorífico, no reconozco esta cocina, no reconozco mi rostro reflejado, ni siquiera reconozco a esa mujer que me dice preocupada: ¿estás bien, hijo mío? Y ya no sé qué responder.
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