Llevaba esperando por lo menos dos horas cuando llegó ella. Al fin. Ya se me estaban acabando el tabaco y las ganas de esperar. Ella tiembla, mira el penúltimo cigarrillo de la cajetilla en mi boca, y me pide que le dé un cigarrillo. Dice que algo sobre un lío inesperado mientras le tiendo mi último pitillo. Veo el paquete vacío que dejo caer al suelo, que aplasto en el suelo y pienso que es como si mi espera y su llegada hubieran sido medidas con precisión: ha llegado justo para el último cigarrillo. Como si no pudiera ser de otra forma. Veo como se enciende el cigarrillo a la vez que habla con los labios apretados y dice que si una llamada, que si no pudo hacer nada más que ir. No me importa lo que haya pasado, le respondo. Sólo me importa que estés aquí. Ella me mira, o mejor dicho, me vislumbra, a través del humo que desprendemos y que hace a modo de pegamento y así nos encontramos a través de la nube azul en un beso, en una gruta común donde entramos los dos, primero introducimos timidamente las lenguas, exploran el terreno, hacen de linternas improvisadas, y después damos paso a todo lo demás, entra en la gruta el resto del cuerpo, escapamos por nuestras bocas y ya no estamos fuera del beso, donde sólo quedan dos cuerpos inertes sujetando sus repectivos cigarrillos, sujetándose el uno al otro, dos maniquíes encerrados en otro sitio, en una boca común, a salvo (¿a salvo de qué?), en un lugar donde no importa nada más. Me llamo Gabriel y ella se llama Tel. Aunque supongo que los nombres ahora tampoco importan.
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