Si quieres algo bien hecho, hazlo tú mismo.
Lo fácil habría sido borrar. Eliminar todo rastro de aquel beso. Y olvidarme del tema. Pero eso habría sido lo fácil. No habría sido lo justo. No para Tel, no para Gabriel. Se merecían una vida. Aunque fuera una vida de mierda.
Nunca empiezo algo si no es para acabarlo. O al menos eso es lo que siempre intento. Así que me escribo a mí mismo sudando, con los dientes muy apretados, parapetado detrás de una esquina. Me escribo en el preciso instante en que Tel y Gabriel se besan. Tel tiembla de miedo. Gabriel tiene una erección. Ambos fuman. Y se besan. Me escribo un arma homicida, me puedo escribir lo que quiera: una pistola, una navaja, un cuchillo de cocina. Elijo la pistola, que aparece en mis manos sudadas. No sé qué tipo de pistola es porque no tengo ni idea de pistolas. Es la primera vez que tengo una en mi poder. No me importa. Porque haga lo que haga saldrá bien. No se hagan otras ideas: el sudor me lo he puesto sólo para ambientar.
–No lo hagas.
Es Jorge. No sé cómo, ha aparecido. En mi historia.
–¿Qué haces aquí? No deberías estar aquí. Estás interrumpiendo un final épico. Voy a convertirlos en los Romeo y Julieta postmodernos. Yo soy su veneno. El autor de la obra transgrediendo su propia obra, esas cosas.
–Esto no es un final.
–Jorge, no vas a impedir que haga lo que tenga que hacer. Esta historia me pertenece.
–Hoy moriría por Tel.
Apunto a mi amigo con la pistola. Puede echarlo todo a perder, así que no me queda más remedio que amedrentarle.
–Déjate de faroles y lárgate.
Ahora el sudor es de verdad.
–He dicho que estoy dispuesto a morir por Tel. Resulta un alivio tener un motivo para morir. Tiremos los dados.
–¿Has perdido la puta cabeza?
Y da un paso hacia mí. El muy imbécil da un paso hacia mí. Lo que sigue es un acto reflejo o algo así: aprieto el gatillo. Es la primera vez que disparo una pistola. El retroceso hace que me golpee con la culata en la frente. Aturdido, compruebo que estoy sangrando. Debo haberme abierto la ceja. Me asomo por la esquina y veo a Tel y Gabriel huir, alertados por el disparo. A mi lado, en el suelo, Jorge yace muerto. Lleva dos dados rojos en la mano derecha.
–La banca siempre gana –le escupo justo antes de irme cagando leches de allí.
Me cago en el refranero.
Lo fácil habría sido borrar. Eliminar todo rastro de aquel beso. Y olvidarme del tema. Pero eso habría sido lo fácil. No habría sido lo justo. No para Tel, no para Gabriel. Se merecían una vida. Aunque fuera una vida de mierda.
Nunca empiezo algo si no es para acabarlo. O al menos eso es lo que siempre intento. Así que me escribo a mí mismo sudando, con los dientes muy apretados, parapetado detrás de una esquina. Me escribo en el preciso instante en que Tel y Gabriel se besan. Tel tiembla de miedo. Gabriel tiene una erección. Ambos fuman. Y se besan. Me escribo un arma homicida, me puedo escribir lo que quiera: una pistola, una navaja, un cuchillo de cocina. Elijo la pistola, que aparece en mis manos sudadas. No sé qué tipo de pistola es porque no tengo ni idea de pistolas. Es la primera vez que tengo una en mi poder. No me importa. Porque haga lo que haga saldrá bien. No se hagan otras ideas: el sudor me lo he puesto sólo para ambientar.
–No lo hagas.
Es Jorge. No sé cómo, ha aparecido. En mi historia.
–¿Qué haces aquí? No deberías estar aquí. Estás interrumpiendo un final épico. Voy a convertirlos en los Romeo y Julieta postmodernos. Yo soy su veneno. El autor de la obra transgrediendo su propia obra, esas cosas.
–Esto no es un final.
–Jorge, no vas a impedir que haga lo que tenga que hacer. Esta historia me pertenece.
–Hoy moriría por Tel.
Apunto a mi amigo con la pistola. Puede echarlo todo a perder, así que no me queda más remedio que amedrentarle.
–Déjate de faroles y lárgate.
Ahora el sudor es de verdad.
–He dicho que estoy dispuesto a morir por Tel. Resulta un alivio tener un motivo para morir. Tiremos los dados.
–¿Has perdido la puta cabeza?
Y da un paso hacia mí. El muy imbécil da un paso hacia mí. Lo que sigue es un acto reflejo o algo así: aprieto el gatillo. Es la primera vez que disparo una pistola. El retroceso hace que me golpee con la culata en la frente. Aturdido, compruebo que estoy sangrando. Debo haberme abierto la ceja. Me asomo por la esquina y veo a Tel y Gabriel huir, alertados por el disparo. A mi lado, en el suelo, Jorge yace muerto. Lleva dos dados rojos en la mano derecha.
–La banca siempre gana –le escupo justo antes de irme cagando leches de allí.
Me cago en el refranero.
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