lunes, 26 de octubre de 2009

Pronóstico reservado

Hay momentos en los que hace falta pararse y mirar el mapa, si es que hay un mapa, si es que alguna vez hubo un mísero mapa, o si es que acaso nos lo habíamos imaginado, y seguramente sea por esto último, sí, y entonces se trata de pararse y mirar el mapa que nosotros mismos hemos dibujado, un mapa (ininteligible) en el que está todo trazado y perdido de antemano. Pero aún así nosotros necesitamos detenernos para comprobar que no nos hemos desviado de ese trayecto, o necesitamos detenernos para mirar atrás y gritar, sabiendo que no hay respuesta: ¿para qué?, o necesitamos detenernos para quemar el puto mapa, necesitamos detenernos para escupir al mapa y, acto seguido, descomponerlo, destrozarlo en jirones de papel deslavazado, porque nos ha sido tan útil como si hubiéramos visto a Stuart Mill llorando a moco tendido, o acaso es que no necesitamos detenernos y nos detenemos porque nos apetece y no hay mapa o el mapa somos nosotros mismos. Demasiadas oraciones disyuntivas, como rezarle a Dios y pedirle que nos cure o que nos dé amor o que nos dé dinero. Por favor, Dios, elige. Menuda putada para Dios. Menuda putada para el tipo, ese tipo que se ha parado, ha mirado a su alrededor y ha empezado a buscar su mapa, sin saber siquiera si tiene uno o hacia dónde iba. Menuda putada para mí, que ahora escribo las coordenadas de mi situación aquí, en la propia situación, en mi mapa, en mí mismo, en mi pantalla. Escribo coordenadas como junto palabras y me pregunto qué significan. Porque sé que significan algo. Perdón: supongo que significan algo. Presiento que significan algo. Es un mapa pero podría ser una esquela. O una última voluntad. Porque miro este blog y lo veo congelado. Está frío y quieto como yo. Está de resaca como yo. Y yo no sé si habrá llegado su final. Mi final. Un final. Una lenta agonía.
O un comienzo. Qué sé yo.

jueves, 22 de octubre de 2009

Borrasca

Cuando sea el final del mundo, por usar un cliché, alguien gritará una obviedad: vamos a morir todos. Que es verdad, pero da igual que sea el fin del mundo. Vamos a morir todos. Bueno, el caso es que lo grita porque sigue siendo cierto y porque es más inminente. Pues nos morimos todos. O empieza a llover en la calle. Y alguien grita, por eso de imitar el cliché: vamos a mojarnos todos. Y es verdad que se mojan, aunque sólo sea un poco. Porque los paraguas no son perfectos, ya sabes. Nadie había pensado en los charcos.

viernes, 9 de octubre de 2009

La última cena

Debe ser cosa del viaje relámpago, pero Bruno no se siente muy animado de tener que ir hasta Valladolid sólo para visitar a sus padres. No es porque no les quiera (sea lo que sea lo que quiera decir aquí querer, un verbo inapropiado en esta situación), sino por lo postizo del asunto, por ese convencionalismo inevitable, ese dame dos besos, ese vino reservado para la ocasión: porque vuelve el hijo pródigo.

Tres años después de la independencia absoluta, tres años después de empezar a trabajar nada más acabar la carrera en la sede de una empresa puntera en Madrid, Bruno vuelve al nido para cenar. Claro que ya hubo otras visitas, sobre todo el primer año tras independizarse, cuando existía la añoranza por los guisos maternos, por el humo perenne de los cigarrillos de papá, pero aquellas visitas eran por necesidad, por aquello de hacer el proceso de deshabituación progresivo.

Deja los bártulos en el cuarto de invitados, dice mamá. La antigua habitación de Bruno ahora es el cuarto de invitados. Antes ella decía: deja eso en tu cuarto. Ha pasado de ser hijo a ser un invitado más. Es como ser degradado. O algo peor: una especie de exilio en tu propio país, un exilio implícito al descubrir la habitación, ahora desolada. Al llegar a mesa puesta y no reconocer el mantel. Es nuevo, ¿te gusta?, dice mamá. No. Pero Bruno dice que sí. Y mamá cuenta la historia de cuando lo compró. De cuando lo compró y él no estaba.

Antes de cenar se sacan una foto, de esas con temporizador. Una foto que perdurará en el tiempo, una foto que papá se encargará de revelar en papel satinado y meter en un portafotos junto con el resto de la colección sobre la estantería, constatando el deterioro de los aquí presentes. Y Bruno es capaz, mientras salta el flash, de hacer mentalmente la progresión de imágenes. La foto de sus padres y él en el parque de Campo Grande, con 5 años. La de sus padres y él el día de su primera comunión, 9 años. La de sus padres y él de vacaciones en Galicia, 14 años. La de sus padres y él días antes de que empezara la carrera, 18 años. La de sus padres y él comiendo en un restaurante caro tras licenciarse, 24 años. La de sus padres y él cenando tres años después, ahora mismo. Bruno es capaz de trazar una continuidad en los portafotos, una secuencia inevitable: la foto de sus padres y él después de la primera hospitalización de su padre. La de su madre y él después de la muerte de su padre. La de él solo antes de morir. La foto de un cementerio.

Bruno cena con sus padres. La familia cena y charla de temas intrascendentes. Bruno mira a sus padres y se pregunta si seguirán follando. Se pregunta si debería sacarlo como tema de conversación, si eso ocurre en otras familias. Se imagina una cena paralela en la que el padre explica al hijo cómo se folló a la madre por el culo y cómo se corrió en su cavidad anal, mientras la madre mira al padre sonriente y feliz de que la hubiera sodomizado. Bruno se pregunta cómo sería el coito parental, a fin de cuentas él también estuvo allí, por lo menos una vez. Podría sacar el tema de conversación. ¿Será lo normal? Pregunta: ¿Qué tal estuvo el último polvo? Pero no lo pronuncia, sólo lo piensa. Porque tiene la sensación de que hace mucho de la última vez. De que para ellos es más fácil hablar de manteles y de recuerdos. De que todo lo demás es demasiado delicado. Como si pudiera derrumbarse todo, el techo, la casa, la cena, el matrimonio, por una sola pregunta. No vaya a ser.

Creo que a todos les parece un mantel feísimo. La verdad es que el mantel tiene unos dibujos muy bonitos, dice papá. Así es: la familia entendida como un ente único, esta familia-farsa concebida como un único animal salvaje, una familia que existe sólo por y para el instinto de supervivencia, sin importar el motivo, sin que importe nada más que la necesidad de estabilidad, por muy ficticia que esta necesidad lo sea o lo parezca. La familia-excusa, la familia-esquizofrenia, la familia-escaparate. CUIDADO. Manipular con precaución: el contenido puede ser inflamable, pero nadie lo sabe. La familia-caja de Schrödinger. Nadie sabe si el gato está muerto o no, pero nadie se atreve a averiguarlo. Nadie tienta a la probabilidad, nadie tiene cojones para abrir la caja, ni Bruno, ni mamá, ni papá. Porque, aunque no lo sepan, lo presienten: el gato ha muerto hace mucho tiempo. Y esas cosas huelen.

domingo, 4 de octubre de 2009

El ser por la mañana

Es levantarse y notar cómo la sangre baja de la cabeza y se deposita en algún lugar de los pies como un charco deprimente. Es mirar por la ventana (alguien se ha olvidado de bajar la persiana) y ver llover. Es la arcada que todo eso conlleva.
Es enfrentarse al desayuno, a la ducha matutina, al váter más o menos limpio. Es hora de vestirse. Es hora de vivir. O al menos de intentarlo.
Es estar a punto de salir por la puerta, cansado, ojeras. Es darse la vuelta y dejar pegado un post-it en el frigorífico. Es un post-it pero podría ser un puñetazo.
Es volver a la habitación en calidad de espectador. Es ser un espectador de tu propia obra. Es ver el cuerpo desnudo que dejas abandonado entre las sábanas. Es como escribir lo que no te gustaría leer.
Es algo parecido al miedo.
Es huir.