viernes, 9 de octubre de 2009

La última cena

Debe ser cosa del viaje relámpago, pero Bruno no se siente muy animado de tener que ir hasta Valladolid sólo para visitar a sus padres. No es porque no les quiera (sea lo que sea lo que quiera decir aquí querer, un verbo inapropiado en esta situación), sino por lo postizo del asunto, por ese convencionalismo inevitable, ese dame dos besos, ese vino reservado para la ocasión: porque vuelve el hijo pródigo.

Tres años después de la independencia absoluta, tres años después de empezar a trabajar nada más acabar la carrera en la sede de una empresa puntera en Madrid, Bruno vuelve al nido para cenar. Claro que ya hubo otras visitas, sobre todo el primer año tras independizarse, cuando existía la añoranza por los guisos maternos, por el humo perenne de los cigarrillos de papá, pero aquellas visitas eran por necesidad, por aquello de hacer el proceso de deshabituación progresivo.

Deja los bártulos en el cuarto de invitados, dice mamá. La antigua habitación de Bruno ahora es el cuarto de invitados. Antes ella decía: deja eso en tu cuarto. Ha pasado de ser hijo a ser un invitado más. Es como ser degradado. O algo peor: una especie de exilio en tu propio país, un exilio implícito al descubrir la habitación, ahora desolada. Al llegar a mesa puesta y no reconocer el mantel. Es nuevo, ¿te gusta?, dice mamá. No. Pero Bruno dice que sí. Y mamá cuenta la historia de cuando lo compró. De cuando lo compró y él no estaba.

Antes de cenar se sacan una foto, de esas con temporizador. Una foto que perdurará en el tiempo, una foto que papá se encargará de revelar en papel satinado y meter en un portafotos junto con el resto de la colección sobre la estantería, constatando el deterioro de los aquí presentes. Y Bruno es capaz, mientras salta el flash, de hacer mentalmente la progresión de imágenes. La foto de sus padres y él en el parque de Campo Grande, con 5 años. La de sus padres y él el día de su primera comunión, 9 años. La de sus padres y él de vacaciones en Galicia, 14 años. La de sus padres y él días antes de que empezara la carrera, 18 años. La de sus padres y él comiendo en un restaurante caro tras licenciarse, 24 años. La de sus padres y él cenando tres años después, ahora mismo. Bruno es capaz de trazar una continuidad en los portafotos, una secuencia inevitable: la foto de sus padres y él después de la primera hospitalización de su padre. La de su madre y él después de la muerte de su padre. La de él solo antes de morir. La foto de un cementerio.

Bruno cena con sus padres. La familia cena y charla de temas intrascendentes. Bruno mira a sus padres y se pregunta si seguirán follando. Se pregunta si debería sacarlo como tema de conversación, si eso ocurre en otras familias. Se imagina una cena paralela en la que el padre explica al hijo cómo se folló a la madre por el culo y cómo se corrió en su cavidad anal, mientras la madre mira al padre sonriente y feliz de que la hubiera sodomizado. Bruno se pregunta cómo sería el coito parental, a fin de cuentas él también estuvo allí, por lo menos una vez. Podría sacar el tema de conversación. ¿Será lo normal? Pregunta: ¿Qué tal estuvo el último polvo? Pero no lo pronuncia, sólo lo piensa. Porque tiene la sensación de que hace mucho de la última vez. De que para ellos es más fácil hablar de manteles y de recuerdos. De que todo lo demás es demasiado delicado. Como si pudiera derrumbarse todo, el techo, la casa, la cena, el matrimonio, por una sola pregunta. No vaya a ser.

Creo que a todos les parece un mantel feísimo. La verdad es que el mantel tiene unos dibujos muy bonitos, dice papá. Así es: la familia entendida como un ente único, esta familia-farsa concebida como un único animal salvaje, una familia que existe sólo por y para el instinto de supervivencia, sin importar el motivo, sin que importe nada más que la necesidad de estabilidad, por muy ficticia que esta necesidad lo sea o lo parezca. La familia-excusa, la familia-esquizofrenia, la familia-escaparate. CUIDADO. Manipular con precaución: el contenido puede ser inflamable, pero nadie lo sabe. La familia-caja de Schrödinger. Nadie sabe si el gato está muerto o no, pero nadie se atreve a averiguarlo. Nadie tienta a la probabilidad, nadie tiene cojones para abrir la caja, ni Bruno, ni mamá, ni papá. Porque, aunque no lo sepan, lo presienten: el gato ha muerto hace mucho tiempo. Y esas cosas huelen.

3 comentarios:

Andrómeda dijo...

Parece que toda la entrada es el preludio de las dos últimas frases.

Anónimo dijo...

Lo que pueda pensar (o no, generalmente xD) después de leerte prefiero guardármelo para mí misma. Sin embargo, creo que esto sí debo comentártelo, o, mejor dicho, sugerírtelo: la combinación fondo negro-letras blancas será una elección estética o quizá signifique algo más para ti, pero deberías saber que resulta dañina a la vista.

Obviamente, aunque me haya propuesto ablandar tu corazón de mata..médico, no lo vas a cambiar, pero quejarse casi siempre es placentero.


Un saludo.

Lectora tuya a veces

Anónimo dijo...

Enorme relato, da que pensar.