Mi abuelo materno murió antes de que yo naciera. De hecho, murió antes de saber siquiera que mi abuela estaba embarazada. Corría el año 2011, y hacía cosa de un mes que mi abuelo acababa de realizar el examen MIR, que era una especie de oposición que hacían los estudiantes de medicina al acabar la carrera por aquella época. Mi abuela, triste y sola, tuvo a mi madre, pero la dejó en adopción, cosa que yo no he sabido hasta hace un mes, cuando me contó todo esto mi abuelo adoptivo, José, días antes de morir en el Hospital de Enfermos Avanzados del Norte (HEAN). Me dijo, entre toses y esputos, que mi abuela era una mujer frágil, y que decidió en última instancia tener a mi madre para que siguiera algo de mi auténtico abuelo, cuyo nombre era Alberto, en este mundo. Mi madre, Esperanza, fue su único legado. Todo su patrimonio. Un bebé en pañales, un bebé como una bomba, como las cenizas arrastradas de un fénix atropellado, un fénix que cruza una mañana de febrero una calle imprecisa de Madrid, ¿adormecido?, ¿distraido?, ¿borracho?, ¿feliz?, un fénix o un abuelo muerto o un padre en ciernes, da igual, congelado hace 66 años, que no ve la furgoneta, no ve cómo su cuerpo se balancea violentamente por el aire hasta frenar con la columna vertebral en una farola, caer de cabeza y sé que él no lo ve pero yo lo veo, lo imagino, sin zapatos y sin gafas, sangrando ahí tirado en la acera, muriendo a la antigua, por accidente, y creyendo desde el instante en que flotaba en el aire que no había hecho nada de valor, que no había dejado nada, ni siquiera un mensaje que, por error, se había colado en el útero de mi abuela, un mensaje al mundo, la extensión de su vida, la sombra, el futuro que jamás vivió, nunca supo lo que pasó con aquello del cambio climático, y le da igual, ahí tirado, dispuesto a que no llegue la ambulancia, dispuesto a renunciar a que le salven la vida, ni siquiera por unos años más, creyendo que ahí acababa todo, que no había hecho nada importante, pero entonces aparezco yo aquí, 66 años después, congelado delante del informe del detective privado, leyendo su muerte, y veo un puente, veo un sentido, veo un exquisito haz de luz que atraviesa el tiempo, y creo que es triste pero también es bonito, yo estoy aquí, él está enterrado, y quién sabe, puede que yo sea la prueba de que su vida valió la pena, y pienso en mi madre, tan enferma, en mi abuela, tragando una caja de antidepresivos tras otra, pienso en José tosiendo un poquito más, siempre un poquito más, y me doy cuenta de que no lo sabemos, de que, a pesar de que lo negamos insistentemente, de que no podemos encontrarlo, la vida tiene sentido.
Pero, ¿y si me equivoco?
Pero, ¿y si me equivoco?
1 comentario:
¡Qué 42!
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