Te encontré en un escaparate. Mi mirada distraída se posó en ti, en tu contorno blanco marfileño, lanzado por los fotones de la luz eléctrica a través del cristal directamente hacia mis retinas miopes. Yo buscaba una buena oferta, o lo que es lo mismo: no buscaba nada concreto. Esperaba que algo que nunca hubiera deseado me convenciera de que tenía que hacerme con ello. Convencer al comprador de que la oferta es su demanda. En eso debe consistir el capitalismo. En eso consiste el amor.
Opté por quedarme admirándote, deseando tu amor de PVC, soñando con tus manos heladas entre los pliegues de mi ropa interior. Así fue como apareció la necesidad urgente de romper la barrera. Como un ciego delante de un televisor. Como un cura delante de un crucifijo. Como un onanista delante de su ordenador. Mi soledad previa fue lo que me hizo enamorame de ti. Fue lo que hizo que empezase a buscar por la acera un adoquín suelto.
Nos tracé un plan de fuga. Una buena pedrada en el cristal, un salto entre los añicos transparentes hacia ti, y después raptarte como Europa (y llamarte Europa porque todo lo que sé de Europa es que fue raptada), entre mis brazos, y la posterior huida en coche, que sería lo más breve posible puesto que no sé conducir. Los dos como crash test dummies momentos antes de la colisión, nos diríamos que nos queremos a morir. Ya sabes que la gente suele recordar lo mucho que se quiere cuando es demasiado tarde. Cuando el airbag falla, cuando el cáncer ha metastatizado, cuando se va a ejecutar la pena de muerte, cuando suena el disparo final: cuando se ejecuta la pena, cuando se ejecuta la muerte.
Cuando la vida te manda la carta de despido.
Cogí la piedra más grande que había a mi alcance. Una piedra a modo de carta de amor. Vi tus ojos en blanco, tus labios en blanco, tu cuerpo en blanco, el cartel que rezaba: liquidación total. Apreté la roca contra mis dedos.
Sólo tú sabes lo que pasó después.
Opté por quedarme admirándote, deseando tu amor de PVC, soñando con tus manos heladas entre los pliegues de mi ropa interior. Así fue como apareció la necesidad urgente de romper la barrera. Como un ciego delante de un televisor. Como un cura delante de un crucifijo. Como un onanista delante de su ordenador. Mi soledad previa fue lo que me hizo enamorame de ti. Fue lo que hizo que empezase a buscar por la acera un adoquín suelto.
Nos tracé un plan de fuga. Una buena pedrada en el cristal, un salto entre los añicos transparentes hacia ti, y después raptarte como Europa (y llamarte Europa porque todo lo que sé de Europa es que fue raptada), entre mis brazos, y la posterior huida en coche, que sería lo más breve posible puesto que no sé conducir. Los dos como crash test dummies momentos antes de la colisión, nos diríamos que nos queremos a morir. Ya sabes que la gente suele recordar lo mucho que se quiere cuando es demasiado tarde. Cuando el airbag falla, cuando el cáncer ha metastatizado, cuando se va a ejecutar la pena de muerte, cuando suena el disparo final: cuando se ejecuta la pena, cuando se ejecuta la muerte.
Cuando la vida te manda la carta de despido.
Cogí la piedra más grande que había a mi alcance. Una piedra a modo de carta de amor. Vi tus ojos en blanco, tus labios en blanco, tu cuerpo en blanco, el cartel que rezaba: liquidación total. Apreté la roca contra mis dedos.
Sólo tú sabes lo que pasó después.
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