miércoles, 13 de agosto de 2014

Vacaciones

Para cuando el malvado Urnok había robado el orbe de titanio del templo galáctico yo, Alberto Berjón García, estaba sentado frente a un microscopio óptico leyendo los datos del volante de petición de una biopsia renal. Urnok planeaba utilizar el poder del orbe para destruir el Universo conocido y, lamentablemente, dado que yo estaba ocupado haciendo mi trabajo, no apareció ningún héroe imaginario a tiempo para impedir que se hiciera con él. Los héroes sólo aparecen cuando uno los inventa. Cuando Urnok llegó a su guarida secreta en el asteroide Todavía-Sin-Nombre (nombre provisional hasta que se me ocurra otro mejor) yo estaba decidiendo si los glomérulos de la biopsia de marras tenían una proliferación endocapilar y no tenía tiempo para crear un fenómeno cósmico que hiciera que la nave de Urnok se estrellara en un sistema planetario inexplorado. Así es como el malvado Urnok llegó hasta sus aposentos, sacó el orbe entre sus garras y se sorprendió de que su malvado plan hubiera salido tan bien. No había tenido ni el más mínimo contratiempo y ahora, por fin, disponía del orbe de titanio para sí. Urnok sufrió entonces una crisis de ansiedad porque él sólo había planeado hacerse con el orbe, pero no tenía ni idea de cómo utilizarlo. De hecho, creía tan improbable que acabara llevando su malvado plan a la perfección, que jamás creyó que llegaría a estar en esa situación y no había investigado cómo usar el cacharro ese. Cómo un ser perverso como Urnok iba a decirle a sus estúpidos súbditos que ahora no sabía que hacer, que había puesto en peligro sus vidas para luego no destruir el universo; él, el mismísimo Urnok, cómo iba a decirles que todo había salido según lo planeado y que lo único que han logrado es esta absurda bola de titanio. Mientras yo llegaba al diagnóstico de una glomerulonefritis postinfecciosa debido a la presencia de depósitos subepiteliales junto con la, ahora sí, definitiva proliferación endocapilar que ocluye las luces vasculares del ovillo glomerular, sumado eso a la clínica del paciente, con su hematuria y su amigdalitis dos semanas antes y bueno, que no quiero enrollarme con este asunto, mientras yo concluía que aquello era así y daba por cerrado el caso, un tal Urnok se escabullía de su guarida secreta, orbe en mano, en busca de alguien, quien sea, dispuesto a pararle los pies. Entonces yo decidí que era un buen momento para descansar un poco y tomar un café, y mientras removía el azúcar con la cucharilla empecé a imaginarme en el asteroide Todavía-Sin-Nombre, montado sobre un robot militar de infantería, cortando el paso al malvado Urnok, que nunca se había alegrado tanto de verme, y que me dice desesperado que ya era hora de que apareciera alguien, que ha estado a punto de destruir el Universo conocido y que menos mal que he llegado porque eso tiene mala solución. Yo le respondo que uno hace lo que puede. El tipo, aliviado, se rinde y me entrega el orbe. Lo contemplo absorto y pienso que ahora tengo en mis manos el mayor poder del Universo conocido. Sin embargo, alguien del trabajo me interrumpe y me pregunta si me voy a tomar el café algún día o si pienso quedarme ahí dándole vueltas a la cucharilla para siempre. Sonrío y le respondo que ojalá pudiera. Me sonríe de vuelta de manera incómoda. No debe ser la respuesta que esperaba. No me importa. Me voy. Ahora que empiezo las vacaciones tendré tiempo para encontrar un lugar seguro en el que guardar el orbe. El café cae sin sujeción alguna y se derrama por el suelo. 

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