Cuando lleguen los extraterrestres, yo ya no estaré aquí.
Cuando desciendan de sus naves espaciales y contemplen a través de su apéndice sensorial el paisaje desolado (y, aunque el planeta en ese momento no sea más que una gigantesca ruina, ellos lo vean como un hallazgo extraordinario y embotellen cucarachas con reverencia), yo ya no estaré aquí.
Cuando reparen en los restos de lo que algún día fue una gran ciudad, yo ya no estaré aquí.
Cuando vean los edificios en ruinas bañados por la lluvia, el mar lamiendo los rascacielos con suaves olas, la catástrofe ya pasada, yo ya no estaré aquí.
Cuando desplieguen sus equipos de excavación, imposibles de entender para nuestra anatomía, pero adecuados y pensados para sus cuerpos, y empiecen a buscar más allá de la superficie, yo ya no estaré aquí.
Cuando saquen los primeros huesos y se estrujen la cabeza intentando comprenderlos (las cucarachas no tienen huesos, los extraterrestres no tienen huesos), yo ya no estaré aquí.
Cuando encuentren mi esqueleto y lo metan en una de sus naves espaciales, yo ya no estaré aquí.
Cuando se lleven mis huesos junto con los demás a su planeta de origen y allí por fin los comprendan, y finalmente los cataloguen, yo ya no estaré aquí.
Cuando pongan mi esqueleto en una máquina y, no sé cómo, logren reconstruir el resto del cuerpo, usando el esqueleto como un mero andamio, como si el tiempo echase marcha atrás, y retornen lentamente los músculos, los nervios, la vasculatura, las vísceras o el encéfalo, yo ya no estaré aquí.
Cuando mis ojos se abran de nuevo, yo ya no estaré aquí.
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